Han pasado varios días desde el fatídico martes de la pasada semana y aún entre los cubanos se lamenta la partida de otro grande de la escena nacional. Manuel Porto, un cubanísimo y popular actor que alcanzó el éxito y la simpatía de sus coterráneos desde que muy joven llegó al mundo de las tablas, aunque este acontecimiento ocurriera casi por casualidad, y nunca estuvo entre sus intereses vocacionales durante su niñez y adolescencia.
No voy a detenerme en la carrera artística del extraordinario actor de cine, radio, televisión y teatro, venido al mundo en el capitalino barrio de Pogolotti, en el municipio de Marianao, el 28 de septiembre de 1945, fecha en la que, exactamente 76 años después, abandonó este mundo, víctima de la COVID-19. Nos dejó todo un legado de magisterio profesional. Sobre su trascendencia en la escena insular mucho se ha hablado en estos días de pesar, así como de sus lauros, entre estos el Premio Actuar por la Obra de la Vida en el 2019, el más reciente.
“Amo a mi país, a su historia, a sus mártires y héroes”, tal me dijo en un largo encuentro que sostuve con él hace poco más de cinco años, en el lobby de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac). Allí habló con orgullo de sus orígenes, de la firmeza y las enseñanzas de su padre, preso durante la dictadura batistiana y torturado por el temible asesino Esteban Ventura. Y recordó el tesón de su madre por contribuir a la unidad y solidez de la familia. “Ella fue sirvienta de una petulante millonaria que detestaba a los niños, motivo por el cual si la acompañaba debía de esconderme en el sótano de la mansión”, me confesó.
Según Porto, un momento que marcó su vida fue cuando a los 14 años de edad su padre lo llevó a Ciudad Libertad para que conociera a Fidel, el hombre del futuro de Cuba. Fue el 8 de enero de 1959, ocasión en que el líder de la Revolución pronunció el histórico discurso tras su llegada a La Habana. Además, estuvo en la concentración efectuada el 16 de abril de 1961 frente al cementerio de Colón, en las honras fúnebres de las víctimas del bombardeo a distintos puntos de la república. “Me sentí hondamente identificado con los ideales de aquel gigante que le dijo al pueblo que esta era una Revolución socialista y democrática de los humildes, con los humildes y para los humildes, y que por esta estaba dispuesto a dar la vida. Y nosotros éramos muy pobres, imagínate tú”, enfatizó.
Ya en esa época se encontraba en el Servicio Militar Obligatorio (SMO), al que se había incorporado de forma voluntaria, primero en la antigua provincia de Oriente, donde cinco veces subió el Pico Turquino. “Me sentía dueño del mundo entre aquella profusa vegetación… íbamos miles de jóvenes en busca del Héroe Nacional, de nuestra historia…; y aunque mi padre fue un pobre inmigrante español que tenía un pedacito de tierra en la que criaba animales por allá por Boyeros, realmente éramos muy pobres. Los ideales de Fidel eran nuestra mayor esperanza”.
Después regresó a la capital e ingresó en el primer curso de la escuela tecnológica del Ejército Rebelde. Estando en este centro en 1962 se produjo la Crisis de Octubre. En esa ocasión fue ubicado, con una bazuca, en la azotea del hotel Riviera. “Allí comenzó mi activa vida como combatiente de esta gran Revolución en la que mi padre me enseñó a confiar, y a defenderla y quererla, y así lo haré hasta el final de mis días”.
Luego se fue a concluir sus estudios militares en Holguín, donde también, sin éxito, intentó hacerse agrónomo, y se convirtió en un experimentado cortador de caña. Retornó a la capital y quiso ser electricista, tornero… y hasta periodista…, pero la vocación no le acompañó. Y se transformó en un simpático carretillero vendedor de verduras muy conocido como Manolito, el Centella. Tenía ya 17 años de edad y se había unido a una muchacha. “No quería que el viejo corriera con mis gastos personales, pues ya era un hombre”.
Ante la incertidumbre de qué profesión ejercer, decidió retornar voluntariamente al SMO. “Eran muchas las guardias, el aburrimiento, la soledad…, entonces pensé que si me incorporaba al Movimiento de Artistas Aficionados en las FAR, un proyecto naciente y con mucha fuerza en esos años, tal vez podía obtener algunos permisos y pases para los recurrentes ensayos. Y así lo hice. Mi primera obra de teatro fue en San Julián, Pinar del río. En 1968, cuando todavía era amateur, el Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT) realizó una convocatoria para seleccionar seis actores y tuve la suerte de ser escogido. De ese modo inicié mi carrera como actor, un desempeño al que me he entregado en alma y vida”.