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La tierra, la sangre, la lluvia, la luna… la mayoría de los misterios son femeninos. Y es que no podía ser de otro modo; la mujer encarna buena parte de las esencias del mundo. Es ese ser que se multiplica y desafía el tiempo y el espacio al ser madre que engendra, sostiene y levanta hijos sin importar qué; al ser trabajadora abnegada a tiempo completo; al ser la compañera irremplazable en los amores verdaderos. Todo eso a la vez.
Por eso es bien poco dedicarles un día, porque ella nos dedica todos los días del año y no pide nada a cambio, o al menos nada más esencial que la sencilla grandeza que encierra el amor. Y si alguien no entiende cuál es la sencilla grandeza que encierra el amor que observe un día entero a una mujer levantarse sin haber salido el sol, preparar un desayuno familiar, irse al trabajo, volver a la casa en la tarde, sumergirse en la marea doméstica y llegar a la cama casi siempre la última. Si se fija bien, verá que esa mujer ha dedicado el día a otros sin perder la luz en la mirada.
