En isla lo oculto, entre letra y letra, circunstancia de mar inevitable, imaginarios, mitos de arrecife; reinventada diferente, difícil…; y entre el fuerte olor a salitre mezclado con musgo dos textos de la literatura cubana: Noche insular, jardines invisibles (Letras Cubanas, 2000), de la obra poética del origenista José Lezama Lima; y la novela del escritor Roberto Méndez, El fuego de Ruan llueve sobre La Habana (Letras Cubanas, 2016).
En ellos se lee lo insular desde espacios ―jardines invisibles en la noche, lluvia que quema― que devuelven la isla, por transfigurada, viva: no al modo de noticia, dato exacto o estadística; sino en profundos sueños y anhelos, en ese color ineludiblemente humano y por demás cálido a través del cual nos llega.
Como el de Anna Volkova, protagonista de El fuego de Ruan… Roberto Méndez cuenta la historia de vida de esta bailarina rusa signada por el destierro; quien, luego de tener que abandonar junto a su madre la Rusia natal, y de su paso por Francia, emigra hacia Cuba, donde se establece para comenzar de cero. “Madame odiaba el dulce de guayaba, decía que ese era el sabor de la miseria. Tanto tuvieron que comerla en sus primeros días en esta Isla. Iban a una bodeguita de esquina, cerca de Consulado, próxima a la entrada de artistas del Nacional, y el dueño, un chino legítimo venido de Cantón, les despachaba dos galletas de aquellas que llamaban de campo con un trozo de la conserva que cortaba de una especie de ladrillo enorme y áspero (…)”.
Y entonces se nos revela la isla de los que llegaron, ¡qué fueron tantos!; el empeño, la imaginación y nostalgias de esa gente se funden con los nuestros, y nos conecta con otras épocas y ciudades, con sitios vistos, pero ahora desde texturas peculiares; la imagen crece y, solo entonces, logramos vernos mucho mejor en lo que somos. “(…) consiguieron un departamento viejísimo en la Plaza del Cristo del Buen Viaje, en los altos del restaurante La Maravilla. (…). Esa fue su casa y a la vez la Academia, pusieron un cartel en la puerta de los bajos y pagaron el aviso en los clasificados de El País. (…). Ella me dijo alguna vez que, a pesar de todo, esa fue una etapa muy hermosa, porque se habían asentado, madre e hija, (…), y tenían esperanzas de hacer algo, sin andar entre trenes, guerras y todos los chismes y alfilerazos de una compañía”.
En la alteridad se define lo insular, lo sentimos en Lezama, para quien se pierden las rígidas relaciones causales, absurdas para una realidad que está más allá de toda lógica posible, y es esa sobrenaturaleza poética la que vence, salva. Una obertura surreal logra desperezarnos junto a la isla lezamiana, con otras sensaciones, lejos ya de cualquier estereotipo. “Más que lebrel, ligero y dividido/ al esparcir su dulce acometida,/ los miembros suyos, anillos y fragmentos,/ ruedan, desobedientes son,/ al tiempo enemistado./ Su vago verde gira/ en la estación más verde del rocío/ que no revela al cuerpo su oscura caja de cristales”.
Un insular acaecer poético ―“No podrá hinchar a las campanas/ la rica tela de su pesadumbre,/ y su duro tesón, tienda/ con los grotescos signos del destierro,/ como estatua por ríos conducida,/ disolviéndose va, ciega labrándose,/ o ironizando sus préstamos de gloria” (Noche insular…)― nos toca, y por ello nos duele o alegra de un modo genuino, inmediato, no importa el tiempo.
También conmueven los hechos de Anna, para quien acontecen los grandes relatos de la Historia, y sentimos que involucran, compartimos un destino: la Revolución rusa, la Segunda Guerra Mundial, la Revolución cubana, lo que significaron para el mundo; en tanto, los pequeños matices que tuvieron para ella se diluyen en esas epopeyas.
En El fuego de Ruan… encontramos los matices individuales, los de Anna, los relatos tuyo o mío, los de tantos… que solo permanecerán en las memorias de aquellos que los recuerdan, como Lolina (trabaja y vive con Anna hasta que la bailarina muere, y es quien queda al resguardo de ese patrimonio familiar), narradora entrañable a quien escuchamos como si estuviéramos confortablemente sentados en esa vieja mansión. “Me hubiera encantado mostrarle fotos. Pero creo que se han extraviado. ¿Qué no se habrá perdido en esta casa? Así pasan todas esas glorias…”.
En Lezama y Roberto Méndez la identidad insular es acto transgresor, continuo movimiento en invariable tensión. ¿Acaso existe un solo modo de decir la isla? ¿Ligado únicamente a sus márgenes? ¿Anclado a un espacio geográfico y a arquetipos del ser que la encorseten?
Con la gravitación lezamiana el tiempo se borra y concurren otras calidades: la isla es posibilidad infinita de la imaginación para erigir lo cubano. “El halcón que el agua no acorrala,/ extiende su amarillo helado,/ su rumor de pronto despertado/ como el rocío que borra las pisadas/ y agranda los signos manuales/ del hastío, la ira y el desdén./ Justa la seriedad del agua arrebatada,/ sus pasiones ganando su recreo./ Su rumor nadando por el techo/ de la mansión siniestra agujereada” (Noche insular…).
La búsqueda del símbolo en el entramado invisible de lo circundante, en la memoria individual que tributa a la colectiva: frustraciones, logros, insinuaciones; caminar por una ciudad que tiene su propia cadencia, sus columnas, sus dolores y aciertos; puede ser desde la poesía o desde lo novelar, mas será preciso trascender el sentido beato y autómata.
En la novela de Méndez el fuego para la protagonista ―visto desde la condición de isleña― deviene lluvia, agua que quema. Esa alegoría irreversible define el destino de Anna, quien coloca como propósito un imposible, signo de rebeldía.
Ante la impotencia cuando no le permiten representar Juana de Arco (ballet cuya puesta en escena coloca en el centro de su motivación personal y profesional), termina transfigurándose en utopía, en esa Juana quemada (incomprendida) para sosegarlo todo, así la isla resurge en ella desde otra lógica, la desmesura… quizás. “(…) ella se convirtió en su personaje: era una víctima de los jueces, del poder, del país y terminó permitiendo la ruina de esta casa y encendiendo su propia hoguera”.
Cosmovisión poética que la redime cual signo de bendición y maldición, como un pájaro de fuego, que escapa y queda atrapado. “Todo lo bajo y mortal sería limpiado por el fuego y en él se disolvería el Pájaro, hasta que fuera necesario reaparecer, como el Fénix, cuando la humanidad lo necesitara” (El fuego de Ruan…).
Isla, golpe de aire que nos despierta o duerme en otra emoción, lejos de todo esquema que aprisione. “La luz vendrá mansa trenzando/ el aire con el agua apenas recordada”. Soplo que somos tú y yo, justo en este momento y siempre, concurriendo en un azar, ilimitado, que nos traspasa. Desperezar a una Noche insular… que nos permite ser de otra materia más que carne y hueso. “Dance la luz reconciliando/ al hombre con sus dioses desdeñosos./ Ambos sonrientes, diciendo/ los vencimientos de la muerte universal/ y la calidad tranquila de la luz”.
Sentido extraordinario dentro del mundo…, trascenderlo ―como una alternativa al movimiento, ante el desgaste diario, ante lo que acaece―, ser creados y (re)creados… Una historia de vida o lo imaginal en su sobrenaturaleza, caminos para encontrarnos en la isla.
Me alegra que estés publicando, tanto talento no puede dejar de trascender, eventualmente claro, ya ti te sobra. Agudeza, buen criterio y sobre todo, mucho arte, ¡Éxito!!!
Psd: sigues siendo mi Leit motive, je je
Qué excelente trabajo. Felicidades para Yanay
Siempre espero tus artículos tan bien escritos y lleno de iluminación sobre los temas que tocas. Gracias por aportar deleite al lector.
Gracias Yanay. Me encanta esa isla entre cortinas de fuego y de lluvia. Hermoso texto.
Hracias Yanay por esa reflexión de insularidad de dos grandes de nuestra literatura. Demuestras el constante resurgir de la significación de una Isla, aunque sea una maldita circunstancia ( Piñera)
Profundo y reflexivo texto Yanay, gracias y que vengan más
Felicidades por este texto, Yanay. Me hiciste recordar algunos conceptos de Lo cubano en la poesía, de Cintio. Un abrazo siempre para ti.