La tijera ha sido como su otra hija. De tanto usarla se convirtió en un objeto amado, imprescindible en su existencia. Todo comenzó en 1963 cuando Antonio García, el viejo barbero de Pijirigua, enfermó y era necesario que alguien lo sustituyera. Julio Lugo Delgado no lo pensó dos veces y se dispuso a optar por el puesto. Lo único malo era que nunca en su vida había pelado a persona alguna.
Fue su suegro, Hermenegildo León, quien en rapto desprendido se brindó para que aprendiera. La osadía de Merejo tuvo su precio: “Estuvo sin quitarse el sombrero un buen tiempo porque le llené la cabeza de cucarachas”, recuerda con una sonrisa en los labios. Después fueron sus generosos cuñados quienes enfrentaron con valor al aprendiz de barbero.
Por suerte, el sacrificio valió la pena. “Logré la plaza, y ahí estuve casi cincuenta años”, manifestó. Confiesa que ese era un puesto de rey, pues había pasado mucho trabajo en la vida. “Nací en Candelaria, pero adolescente me fui para Surgidero de Batabanó y con unos tíos, trabajé como pescador en un barco langostero, que se llamaba El Gran Poder. Lo poco que pagaban, lo entregaban antes de salir de pesquería. El dueño de la embarcación nos daba unos pesos que dejábamos a la familia. Cuando regresábamos, él recogía todo lo que pescábamos y en casa ya no había dinero. Eso era un ciclo vicioso.
“El mar me gustaba, pero retorné con mis padres a Candelaria y comencé a trabajar en la agricultura”, comentó. Por esos azares de la vida, llegó a Pijirigua, donde conoció a una hermosa muchacha, la más linda de todo el pueblo, según decían, con quien se casó en 1958.
“Onelia y yo nos fuimos a radicar a Batabanó, pero ella no se adaptó y retornamos. Para sobrevivir hice de todo. Tenía unos puercos y para alimentarlos, aprendí a subir palmas y así coger el palmiche; después del triunfo de la Revolución me hice albañil y colaboré en la construcción de un reparto obrero que se edificó en Corojal. Con lo que asimilé pude hacer mi propia casa…”
Los recuerdos vuelan en el hogar que con sus manos construyó. En el pequeño local que fungió como barbería en el barrio, escuchó los más increíbles cuentos, supo de nacimientos, vio crecer a sus hijos y partir a seres queridos. Era el único al que los viejos, y no tan viejos, entregaban su cabeza por el pelado que costaba 80 centavos. No tenía tampoco competencia. Solo el amigo Benito Acosta, ya fallecido, quien poco a poco se hizo de algunos clientes.
“Me jubilé a los 60 años, aún estaba fuerte”, manifestó, pero eso no impidió que muchos de sus clientes tocaran a su puerta, porque no se atrevían a pelarse con otro. Hubiera continuado en lo que se convirtió en su hobby, de no haber sido por una de sus piernas que se resistió a seguirlo acompañando.
Sin embargo, a pesar de las adversidades que ha tenido que enfrentar, no ha perdido su sonrisa, la jocosidad siempre le acompaña. Alguna que otra vez ─ ya no tanto como acostumbraba ─ coge la guitarra y entona un corrido mexicano, su música preferida que alegra a la familia.
Tampoco ha desechado sus tijeras y máquinas para pelar. Si alguien se atreve, él puede pelarlo, porque para todos el sigue siendo el barbero de Pijirigua.
Acerca del autor
Graduada en Licenciatura en Periodismo en la Facultad de Filología, en la Universidad de La Habana en 1984. Edita la separata EconoMía y aborda además temas relacionados con la sociedad. Ha realizado Diplomados y Postgrados en el Instituto Internacional de Periodismo José Martí. En su blog Nieves.cu trata con regularidad asuntos vinculados a la familia y el medio ambiente.