Vladimir Malakhov se quedó con ganas de bailar más en Holguín, en Cuba, una tierra de la que se enamoró hace algunos años. Quedó tan prendado cuando participó en el Festival de Ballet del 2010, que le dijo a su mánager, el chileno Paul Seaquist: “tenemos que regresar”.
En el empeño tardaron más de tres años. Tocaron varias puertas en La Habana, pero siempre chocaron con obstáculos. Hasta que la casualidad puso a Seaquist delante de Maricel Godoy, la directora de la compañía Codanza. El resto ya es historia. Malakhov protagonizó una de las más importantes temporadas de las artes escénicas en Holguín.
Los años de esplendor del bailarín ucraniano han quedado atrás; pero lo que disfrutó el público en el teatro Eddy Suñol fue un espectáculo sensible e inteligente.
En La muerte del cisne, de Mauro Di Candia, por ejemplo, deslumbró el compromiso con el trasfondo dramático: Malakhov se entregó sin maniqueísmos, recreó el drama del ave en el trance de morir, emocionó por la fuerza del gesto… pero el movimiento fue esencial, diáfano, efectivo.
La otra coreografía que presentó, Voyage, de Renato Zanella, tiene también una pronunciada dimensión metafórica: el hombre ante el acto de viajar, con sus implicaciones: peripecias, cansancio, despedidas, emotividad, sorpresa…
El bailarín lo asumió todo con eficacia, con noción clara de los matices.
No estuvimos ante una demostración pirotécnica de pasos y secuencias de ballet; como en La muerte del cisne, aquí fue más importante estar a la altura del relato.
El bailarín recibió emocionado la ovación de los presentes. Durante esos días vivió una fiesta. Pero no solo él: esta temporada permitió que bailarines del oriente del país compartieran con la estrella en clases y funciones.
Lo mejor de todo esto es que apenas empieza: hay una intención y un compromiso de continuar colaborando. Por lo pronto, en el 2014 se entregará el Premio Malakhov para desempeños destacados en la danza. Está visto: este no es un amor pasajero.