Abelardo Estorino (Unión de Reyes, 1925 – La Habana, 2013) fue uno de los más prolíficos dramaturgos cubanos. Y al mismo tiempo —algo que no siempre sucede— uno de los mejores.
A estas alturas no había dudas: era la más encumbrada figura del teatro nacional. Pero él lo asumía sin grandilocuencias, con la sencillez de siempre, con una tranquilidad que a muchos de sus contemporáneos les pareció sabiduría, y a otros pura modestia.
Pudo haber hecho carrera como cirujano dental, y de hecho, ejerció ese oficio durante algunos años en su juventud. Pero el influjo del teatro era más fuerte y al final se impuso. Estorino dejó atrás las dudas y se dedicó a tiempo completo a su verdadera vocación: escribir para la escena.
Al morir este viernes, Abelardo Estorino deja un impresionante acervo: más de una veintena de obras, entre las que se cuentan verdaderos clásicos del teatro cubano: El robo del cochino, La casa vieja, Morir del cuento, Las penas saben nadar, Vagos rumores, Parece blanca… Estorino no era un artista de rupturas clamorosas ni de vanguardismos a ultranza. Su estilo siempre fue directo y diáfano, sustentado en una apropiación inteligente de maneras muy convencionales de enhebrar un texto.
Desde el punto de vista meramente formal no había grandes innovaciones, pero la densidad dramática, la contundencia del diseño de los personajes, la sosegada pero efectiva dimensión metafórica, el diálogo fluido con la historia, las implicaciones sociales de sus temas… lo distinguieron en un contexto autoral pujante, sobre todo en la década de los sesenta, su década dorada.
Buena parte de su trabajo estuvo ligada al mítico grupo Teatro Estudio (el grupo de Vicente y Raquel Revuelta), para el que concibió y montó espectáculos.
Estorino no calló nunca, ni siquiera en los años difíciles para la cultura nacional —la oscura década de los setenta—. Por supuesto que sufrió en carne propia los errores y perjuicios de las políticas institucionales de esos años, pero no abandonó el barco: escribió y dirigió obras de clásicos del teatro universal.
La década de los ochenta fue la de su consolidación, la del reconocimiento unánime a su extraordinario itinerario creativo. Fue un resurgir: escribió y dirigió muchísimos textos, en puestas todavía recordadas.
En algún momento, Estorino confesó que era director de teatro más por necesidad que por vocación. Decía que no encontraba directores que asumieran su muy particular visión de la escena, así que no le quedaba más remedio que dirigir él mismo sus creaciones. Pero lo cierto es que su quehacer no se circunscribió a sus propias obras.
Abelardo Estorino no tuvo prejuicios con ninguna manifestación teatral. Escribió para títeres e hizo teatro musical. Sus monólogos bastarían para ubicarlo entre nuestros mejores autores.
La dimensión meramente literaria de sus textos ha sido reconocida por la crítica y los lectores. De hecho, es uno de nuestros dramaturgos más publicados.
La lista de sus premios y distinciones es inmensa. Fue uno de los pocos creadores que mereció dos premios nacionales: el de Literatura (1992) y el de Teatro (2002).