Este domingo hubiera celebrado su cumpleaños 90, seguramente junto a pacientes cubanos y de otras latitudes, como venía ocurriendo en los últimos 17 de noviembre de su existencia. La jornada se habría hecho larga más allá de la medianoche, porque las anécdotas y los agradecimientos abundarían. Y otra vez el profesor mostraría la grandeza de los seres sencillos que con naturalidad entienden servir hasta hacer infinito el humanismo.
A este reportero le consta: Orfilio Peláez Molina, el oftalmólogo, el científico, el familiar, el amigo, fue todo eso todos los días y a toda hora. Aquella llamada al atardecer del 10 de octubre del 2000 —día feriado—, para atender una emergencia, así me lo prueba.
Desde hacía años la admiración corría entre los colegas de la prensa: “El profesor organiza y dirige el trabajo, pero no deja de ofrecer las consultas y las horas en el quirófano son su mayor realización”.
Toda una vida en favor de la oftalmología, en particular dedicada a la retinosis pigmentaria, enfermedad predominantemente hereditaria que en principio afecta los conos y los bastones (fotorreceptores), integrantes de la segunda de las diez capas que posee la retina. Sus síntomas más frecuentes comprobados en los decenios de trabajo del eminente científico son la ceguera nocturna, la reducción progresiva del campo visual periférico y el malestar ante la luz o deslumbramiento.
¡Vaya sorpresa!
Llegó por Arroyón, barrio de Magarabomba, hoy perteneciente al municipio de Carlos Manuel de Céspedes, provincia de Camagüey. Nadie lo esperaba; ni siquiera un atuendo le habían comprado porque se suponía, según diagnóstico, que el abultamiento en el vientre de la señora Zoila Esperanza Molina, su madre, era un fibroma que se atendería en el momento propicio.
A la sorpresa le siguieron procederes rústicos. Cuentan que fue el cocinero de la finca quien cortó el cordón umbilical de la criatura, y lo hizo nada menos que con unas tijeras de tusar a los caballos.
De los años de infancia, Orfilio siempre recordó el aprendizaje que para la vida le dictó su padre, José Antonio Peláez. Eso de levantarse a las cuatro de la madrugada para ordeñar vacas no le hacía ninguna gracia, pero formaba parte del rigor, al igual que los cortes de caña cuando estuvo más crecidito.
Muy bien le vinieron aquellas lecciones para ganar un espíritu capaz de enfrentar los muchos obstáculos e incomprensiones en el quehacer profesional. La perseverancia por poner en práctica un nuevo proceder quirúrgico que detuviera la enfermedad, y crear un programa nacional para la atención de la retinosis pigmentaria, triunfó justo en septiembre del 1989.
María Adela siempre
El pasaje del amigo y compañero de estudios suicidado por no encontrar salida a su afección de retinosis pigmentaria que acabaría con la pérdida total de la visión, lo acompañó toda la vida. Quizás por ello se propuso hallar una alternativa válida para enfrentar ese mal de salud. Y a fuerza de talento y tesón lo consiguió.
En cada uno de los hallazgos y realizaciones estuvo María Adela, su compañera por más de medio siglo, o mejor dicho, por siempre. Ella y los tres hijos que procrearon ambos son testigos excepcionales de la entrega total de este hombre de ciencia, su desprendimiento de lo material, su honestidad probada en las muchas funciones que desempeñó como médico de fila, director del hospital Ramón Pando Ferrer (Liga contra la ceguera, entre 1959-1969), director del programa nacional frente a la enfermedad, y director del Centro Internacional de Retinosis Pigmentaria Camilo Cienfuegos.
La doctora Mirta Copello, quien se cuenta entre las más avezadas alumnas de Peláez, dice: “El profe supo crear en nosotros la necesidad del estudio, la investigación, la mejor asistencia. La filosofía de que lo más importante es el paciente. Lo recuerdo con un cariño inmenso”.
Ese es el Orfilio que nos queda, el mismo que rechazó cheques en blanco para que abandonara su patria, que renunció a la consulta particular luego del triunfo revolucionario; que brindó su casa en la barriada capitalina de Santos Suárez, como cuerpo de guardia, todas las horas necesarias, cuando una epidemia de conjuntivitis golpeó a la población cubana en 1981.