La primera víctima de una guerra es la verdad, tal como había dicho en 1918 el senador norteamericano, Hiram Johnson. Así lo han evidenciado las sucesivas agresiones lanzadas por Estados Unidos y sus aliados contra Afganistán, Irak, Libia y Siria, pretextando que estos son países promotores del terrorismo o están en posesión de un gran potencial de armas de destrucción masiva.
Culminada la ocupación de Irak y aun antes del derrocamiento y ejecución del coronel Muamar el Gaddafi, las potencias occidentales y algunos Estados del Golfo concentraron en Siria la artillería de su campaña de difamación mediática para tratar de convencer a la opinión pública internacional de la necesidad de derrocar el Gobierno de Bashar al Assad, un fuerte obstáculo a sus objetivos expansionistas, militares, económicos y políticos en la región.
El fuego graneado de los órganos de prensa y el poder de las redes sociales al servicio de esos intereses se concentraron en manipular y expandir desde los primeros momentos del conflicto sirio sus versiones apocalípticas del desempeño de la administración del país, junto a las imágenes triunfalistas de las fuerzas subversivas, a las que califican de patrióticas y democráticas, cuando en la realidad son los peones de una guerra sucia desatada por ambiciones de dominio geopolítico.
Si bien Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y algunos Estados del Golfo fracasaron en el propósito de crear un eventual clima de temor internacional utilizando la mentira del uso por Damasco de armas químicas contra su población civil, no han desistido en sus objetivos de desestabilizar al país árabe e imponer un gobierno a la medida de sus deseos.
La determinación de las autoridades sirias, con la eficaz mediación de Rusia, de destruir sus arsenales químicos, suscribir el protocolo para su no proliferación e ir a un diálogo nacional, además de aceptar su participación en una segunda conferencia para la paz, en Ginebra, sin condiciones previas, no son tomadas en serio por la Casa Blanca como contribución a una solución pacífica y negociada del conflicto.
Así lo confirma el secretario de Estado norteamericano, John Kerry, quien a pesar de reconocer la positiva medida del Gobierno de Damasco, ha declarado públicamente que EE. UU. continuará e incrementará su asistencia y apoyo logístico a los grupos irregulares compuestos por miles de elementos mercenarios provenientes de más de 60 países, que masacran a la población de la nación árabe y devastan materialmente su territorio.
De hecho, esos pronunciamientos matizados de mentiras son el mayor estímulo a la escalada de ataques y atentados terroristas.
Las ventajas que la Casa Blanca y sus aliados no han podido obtener hasta el presente con su intervención política y militar, pretenden lograrlas con una nueva conferencia sobre Siria en Ginebra, recién anunciada para el próximo 23 de noviembre por Nabil Al Arabi, secretario de la Liga de Estados Árabes, a pesar de la afirmación del presidente Bashar al Assad al canal de la televisión libanesa Al Mayadin, de que “aún no se dan los factores necesarios para que el cónclave ginebrino tenga éxito, si no incluye el cese del financiamiento y el apoyo a los terroristas”.
La exigencia de la participación en la Conferencia de representantes de los grupos armados oposicionistas y de la renuncia de Al Assad por parte de Washington, rechazadas por Damasco, crean gran incertidumbre acerca de un acuerdo que ponga fin a la guerra y preserve la integridad física y constitucional de la nación siria, que atraviesa por una de las etapas más sangrientas de su historia y es víctima de la mortífera arma de la mentira.