La espiral de violencia y terrorismo que recorre diversas regiones del mundo crece cada vez más. Su origen está en los centros de poder imperialistas que estimulan la subversión, los conflictos internos y utilizan la fuerza militar para imponer sus objetivos geopolíticos y económicos.
En la historia más reciente, el fatídico y aún oscuro atentado del 11 de septiembre contra el Trade Center de New York, le ofreció a George W. Bush el “pretexto” para lanzar su campaña contra el terrorismo internacional y marcó el inicio de mayores de estas barbaries alrededor del mundo.
Afganistán e Irak, invadidas por tropas norteamericanas, fueron las primeras víctimas de las operaciones Justicia Divina y Libertad Verdadera, que devastaron a sus pueblos, causaron en ambos cerca de dos millones de muertos, igual número de heridos y refugiados y la destrucción de sus infraestructuras económicas, convirtiéndolas en naciones empobrecidas y caotizadas por las luchas fratricidas, los atentados y los coche bombas.
En ellas, Estados Unidos y sus aliados de la Unión Europea dejaron sembrada la división entre las múltiples étnias y sectores religiosos, un gobierno dócil a sus dictados, y en manos de las empresas transnacionales, mayoritariamente norteamericanas, su petróleo y gas, objetivo económico de la ocupación de los dos países, porque el político fue consolidar su permanencia en toda la región.
En la consecución de los planes estratégicos de Occidente y con la anuencia de la ONU, Libia fue arrasada por los bombardeos de la OTAN y los ataques de las bandas mercenarias, con un saldo desolador de víctimas entre su población civil. Como colofón, el petróleo libio está hoy bajo control foráneo, los grupos irregulares luchan entre sí por migajas de poder, y en el que fuera floreciente Estado una parte de su población vive ahora en la penuria.
La República Árabe de Siria, que antes de la injerencia extranjera en sus asuntos internos en febrero del 2011 disfrutaba de relativa estabilidad política, niveles de desarrollo y armonía entre sus diferentes religiones, es hoy una nación en guerra, devastada por miles de mercenarios de más de 60 países entrenados, armados, financiados e infiltrados por Estados Unidos y sus aliados, empeñados en derrocar el Gobierno del presidente Bachar Al Asad y llevar la guerra hasta Irán.
Israel continúa aniquilando impunemente al pueblo palestino y extendiendo sus colonias en los territorios ocupados, mientras amenaza a Teherán con un ataque nuclear. Por más de 60 años los sionistas han mantenido mediante asesinatos, represión, y terror su ilegal presencia de Palestina.
Pakistán, vinculado al conflicto afgano, se encuentra estremecido por los actos de terrorismo, las divisiones étnicas y confesionales y los bombardeos de los drones estadounidenses que aniquilan a sus habitantes, sin detenerse antes hombres, mujeres y niños, diezmados cada día bajo el rótulo de “daños colaterales”.
Egipto, ubicado en la hoja de ruta de Washington para consolidar su proyecto de un Oriente Medio Ampliado, padece las consecuencias de su injerencia para contener la rebelión popular atenazada por las fuerzas del ejército, el mayor receptor de la asistencia económica del Pentágono.
En la culta Europa, se aplica la violencia policial contra los millones de desocupados que exigen a sus gobiernos trabajo y el cese de las inhumanas medidas de choque capitalistas.
Estudiantes, campesinos y masas indígenas en algunas naciones latinoamericanas como Chiles, Colombia y Perú, sufren también el uso de la fuerza por querer reivindicar sus derechos.
El sangriento atentado en Nairobi, que provocó 70 muertos y heridos y la masacre de decenas de estudiantes nigerianos en Yobe, la pasada semana, se inscriben en esta ola de extrema violencia que se expande también por África, como herencia nefasta de quienes la hicieron su modus operandis.
Ante cada nuevo hecho de terror, la reacción es más violencia y rebeldía, que no pararán sino no cesa la política de conquista que preconiza el Gobierno de la principal potencia hegemónica..