Por Luis Mario Rodríguez Suñol
Yo no conocí a Gorbachov, pero nacer en los 90 me obligó a ser heredero de sus infortunas. Una media nalgada del médico, en señal de ahorro, fue la bienvenida que me dieron, que nos dieron: era mejor no llorar antes de tiempo.
Gorbachov, entre tantas cosas, dejó en las espaldas de mi generación una herencia. Eran dos signos de interrogación que abrazaban, más bien apretaban, la palabra último. Se convirtió en una especie de cábala indescifrable, incluso para los más ávidos “boliteros” del barrio.
Hasta ese momento no nos habían preocupado los sismos. Eran imperceptibles y sin derrumbes. Solo hasta ese momento. De pronto, las siglas púrpuras se resquebrajaron en Leningrado y Linka, la planetaria con el poder del viento, dejó de ser de la Unión Soviética. Ahora era de Rusia.
Creo que fue en ese instante que nacieron las colas para mí. Sí; y no dudo que mi primera perreta postparto guardase alguna relación con el asunto. Fue un reflejo condicionado ante el inminente éxodo de leches condensadas, turrones de alicante y galleticas Gisselle, términos incoherentes en mi digestión, que mi abuelo a cada rato mencionaba en sus reconstrucciones de los hechos, tipo serie americana: Previously of the Período Especial.
Las colas forman parte de mi vida. He crecido junto a ellas. He sudado en ellas y he aprendido de ellas. Estamos “marcados” para siempre, y si no, alguien nos guardará el turno para la próxima. Lo cierto es que son un fenómeno social tan nuestro que el día que desaparezcan nos convertiremos en consumidores incrédulos, sin la más mínima confianza en la mercancía adquirida.
Si la filosofía es la madre de todas las ciencias, la cola es “la pura” de la idiosincrasia nacional. Ha llegado a ser algo tan propio en la cotidianidad cubana que pruebe colocarse detrás de una persona en cualquier lugar y encontrará al momento un susurro en tus oídos instigando: “Asere, consorte, brother, compañero, ¿qué sacaron ahí?”.
Pero no todo es malo. En las colas ejercitar el conocimiento es una práctica obligatoria, didáctica, constructiva. En esa espera seductora he aprendido que para eliminar los puntos negros en el rostro es bueno lavarse la cara después de disolver una aspirina en agua tibia, y que colocar un poco de borra de café en los pies ayuda a bajar la fiebre.
Las colas son un arcoíris noticioso. Hay desde crónicas rojas sobre crímenes pasionales hasta informaciones con “hepatitis C”, en las cuales se manejan datos tan amarillos como la fecha exacta de la unificación monetaria o la futura estructura de la libreta con papel cromado y todo. No saben cuántos trabajos cola-terales he extraído de las conferencias magistrales de los coleros.
Compartir tres horas con un grupo de personas es una excelente terapia para socializar, interactuar y solidarizarse. La unidad en ese contexto es fundamental para luchar contra la suspicacia de quienes consideran a su tiempo más importante que el del resto.
Ahora viene lo más complejo. Colarse se ha convertido en una práctica común, y créanme, esa bronca no la gana nadie, porque quien esté libre de esa experiencia, por favor, que lance la primera piedra. Tener una amistad o familiar relacionado con la venta de algún producto se traduce en un derecho constitucional para no hacer cola, y como la constitución hay que cumplirla, ya saben.
Eso es criticable, y hasta cierto punto necesita de una autoconciencia moral que al final se subordina a necesidades objetivas. Sin embargo, no es eso lo más preocupante. Duele observar la metamorfosis de aquellos, que tras el mostrador se olvidan de las veces que han estado, y estarán, frente a él. Porque de las colas no escapa nadie, solo el vecino gerente de Pánfilo.
Ese es el principal detonante de la extremada paciencia popular que se exacerba cuando, “a la cara del pueblo”, se lucra con la escasez. Es en esta escena cuando entra el revendedor y con sus “ayudantes” (dependientes, administradores, almaceneros…) acapara para su mercado ecológico los productos de primera, segunda y tercera necesidad que con intermitencia y poca representatividad llegan a los locales de venta.
Es cierto que en ocasiones la gente maltrata sin motivos ni argumentos a quien del otro lado no tiene la mínima culpa, y solo cumple con su labor; pero para calmar los ánimos en las colas y hacerlas menos tortuosas se necesita transparencia, ganas de trabajar y, sobre todo, por parte del dependiente, empatía con ese tumulto que tantas veces le ha dado calor.