Si un visitante se acerca a Santiago de las Vegas percibe que se encuentra en los predios de Pedro Chávez González. Aunque nació en La Salud, Quivicán, un 7 de junio de 1936, se ganó el cariño de los habitantes de este poblado capitalino.
Sus andanzas beisboleras oficiales se remontan a 1952. En la Unión Atlética, y luego en la fortísima Liga de Pedro Betancourt, jugando con el Araujo, demostró las habilidades que aprendió desde niño, en el terreno colindante a la finca donde trabajaba el viejo y residía su familia.
A esta persona de hablar pausado, cuya nobleza no pasa inadvertida, le sorprendió el triunfo de Enero de 1959 trabajando como plomero. El propio año de la victoria asistió a los III Juegos Panamericanos desarrollados en Chicago, primera competencia en la que intervinieron los exponentes de la naciente Revolución. Desde ese momento permaneció en el elenco de las cuatro letras hasta 1968, en que concurrimos como invitados a un torneo organizado por los mexicanos, a raíz de ser sede de los Juegos Olímpicos.
Lesiones en los hombros —provocadas por deslizamientos espectaculares en las almohadillas y atrapadas dejando “la piel sobre el terreno” en los jardines y el cuadro— lo limitaron de proseguir entre las líneas de cal.
Como forjador de los clásicos caribeños participó en 8 contiendas. En la tercera Serie Nacional resultó champion bate, con 333 de average; líder en impulsadas con 27 y en triples con 7. Era una de las bujías en la nómina de Occidentales. En 1967 también comandó a los bateadores con 318, esta vez vistiendo la franela industrialista. Nadie lo emuló dicha temporada en conectar inatrapables (78).
En los Juegos Panamericanos de Sao Paulo 1963 tocó la gloria, al remolcar la friolera de siete carreras en un choque. Ese día despachó dos cuadrangulares frente a Estados Unidos, uno con los ángulos congestionados y el otro con par de jugadores en circulación.
Junto a sus compañeros hizo realidad la idea de Fidel de concebir el deporte como derecho del pueblo. Actuó como mánager durante 30 años. En esa función, de igual manera, alcanzó el estrellato. Su tropa convirtió al Coloso del Cerro en verdadero manicomio, al dejar tendido a Vegueros en 1986. Dos años antes, en ocasión de acoger nuestra capital el campeonato mundial, recibió el máximo trofeo de manos del Comandante en Jefe.
Formó una bella familia junto a su esposa Milagros, con 50 años de matrimonio, de la que nacieron dos hijas, que les regalaron a su vez tres nietos. Su historia, como verdadera figura excepcional, es exhortación para los que aspiran a empinarse a lo más alto dentro de un diamante.