Fui al encuentro de Fidel, el hombre enérgico y victorioso que siempre tenía aunque fuera un guiño para con la prensa, y una que otra vez hasta el beso cálido en la mejilla y la mano tibia y suave sobre el hombro.
Lo llevaba en mi mente erguido, con su uniforme verde olivo entre tantos niños de cualquiera de los círculos infantiles que inauguró en La Habana, conversando con los campesinos en medio de un platanal, en un policlínico, haciendo un discurso.
Lo vi descender de su auto para adentrarse en el Cardiocentro William Soler o poco después, entrando a una escuela que debía inaugurar. Lo veía claramente mientras subía la empinada cuesta que nos lleva hasta el Memorial José Martí, en La Habana.
Podía sentir sus palabras, su voz baja, su mirada ardiente; tuve miedo de alguna pregunta que no pudiera responder, mis manos sudaban como de costumbre en esas ocasiones.
Lo vi de nuevo en aquel campamento agrícola, junto a Gabriel García Márquez, y enfrascarse en una disquisición sobre la papa; solía decir que las más pequeñas son las mejores, las que tienen el sabor más acentuado y que él siempre las escogía para comerlas hervidas, que eran más sanas y sabrosas.
Y lo sentí indicándole a uno de sus escoltas que nos hicieran un lugar en su caravana de regreso a la capital, porque era de noche, tarde y la carretera era peligrosa. Hasta intuí el susto de mi chofer, quien al fin pudo sortear la velocidad y traerme a salvo hasta la redacción del periódico.
Tantos recuerdos se agolpaban en mi mente, cuando de repente, ya en la cima, me invadió el olor a rosas después de varias horas de cortadas y el dolor, el susto, la realidad cambió el sentido de mis pensamientos. Como en muy pocas ocasiones había sentido tan profundamente aquel olor y una pena cabalgó todo mi cuerpo.
Fidel estaba allí, erguido, mochila en hombre, subido a la montaña, pero ya no respiraba. Me hice a un lado para contemplar el dolor de otros seres humanos; de una multitud de cubanos y extranjeros saludándolo, orando por él, llorando.
Y me sumé a aquella serpenteante fila. Contemplé su rostro, y entre los dedos de mi mano izquierda desgrané un beso al Comandante eterno. Estaba de lado, y seguramente cayó en su mejilla. Unas lágrimas afloraban cuando de pronto sentí también su beso en mi rostro y su luz afloró para todos como la luna clara en medio de la noche.