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Reparador ya tiene femenino

Foto: Lilibeth Alfonso Martinez

A Darisbel Diéguez Peña, en su trabajo todavía le dicen Dari. Sabe, empero, que es cuestión de tiempo para que los operarios de la briga­da de instaladores reparadores del Centro Telefónico Guantánamo la bautice con un sobrenombre: es un ritual, del proceso de pertenecer, del ser vista en este caso, como otro trabajador más.

“Me ha costado integrarme —confiesa la joven de 25 años—. En­tré a trabajar en octubre, y no fue hasta hace dos meses, más o menos, que empecé a sentir que era parte del colectivo, a ‘soltarme’, a rela­cionarme mejor y a exigir mis es­pacios”.

Se apura en aclararme: “Sim­plemente, me sentía rara. En las reuniones hay un mar de hombres y estoy yo. Lo mismo pasa en los ambientes de trabajo. También me ‘cortaba’ la mirada de la gente que nos veía en la calle, el qué dirán”.

Por suerte, no se anticipó la vergüenza cuando aspiró al curso para operarios instaladores repa­radores de Etecsa que, a finales del 2023, y por primera vez en la pro­vincia, abrió la convocatoria para ambos sexos.

“Recuerdo que estaba cocinan­do y mi esposo, ocupado, navegan­do por Internet, me dijo que había un curso de seis meses en Etecsa para muchachas con ciertas carac­terísticas físicas, de edad, de dis­posición que, por suerte, yo tengo”, señala.

¿Y el miedo a las alturas?, in­quiero. “Es la pregunta de siempre, pero la verdad, nunca lo vi como un problema. Será que soy del campo, de Puriales de Caujerí (San Anto­nio del Sur) y mi papá y mi abue­lo eran desmochadores de toda la vida”.

No fue la única. A la convo­catoria, añade, asistieron unas 40 muchachas, que a medida que les explicaban las condiciones del tra­bajo, el sacrificio, el peligro. Cua­tro se quedaron. Dos se graduaron. Ella empezó a trabajar.

“El curso —que se extendió de enero a junio del 2024— fue muy bueno. Teníamos profesores que nos trataron con rigor, sin diferen­cias. Nos decían: ‘muchachas, es fuerte pero tienen que hacer todo lo que es responsabilidad de un re­parador’, y lo agradezco. Por cier­to, fui la segunda en el escalafón, por el contenido y las prácticas como martillar, que es un dolor de cabeza para muchos, pero yo lo hago muy bien”.

¿Qué fue, o es, lo más difícil?, le pregunto: “De antes y de ahora: cargar la escalera, que lleva fuerza y técnica; manejar las botas, que pesan un mundo; y despertar a mi hijo, de 4 años, a las cinco de la mañana todos los días porque papá trabaja en el central azucarero, en otro municipio, y mamá entra a las siete y treinta”.

Cuando me intereso por sus motivaciones, cambia el semblan­te y la joven de figura leve —con aquel uniforme pensado para hom­bres entallado a la cintura y los bajos de las piernas, que terminan en un par de botas, aunque no lo son, parecen demasiado grandes—; me confiesa que lo primero en que piensa antes de subirse a un poste o exponerse al peligro es en su hijo.

“Es un trabajo de riesgo, en el que tengo que concentrarme para no hacerme daño ni causárselo a los demás. Por él, me esfuerzo por­que allá arriba —y señala el en­redo de cables a unos metros de altura—, todo sea con seguridad y mente fría”, asevera.

Abajo, sin embargo, queda la vida y sus estereotipos. ¿Cómo li­dias con ellos?, vuelvo a la carga.

“En Etecsa trato de estar a la par y no acepto que me faciliten las cosas. Soy reparadora y tengo que cargar, sacar interrupciones, subir postes. Y lo que digan los otros, en la calle, ya no afecta. Lo importante es mi familia, mi espo­so, mis compañeros, y me apoyan.

“También siento que la gente se asombra al verme pero también los motivo. Una vez una niña me preguntó varias veces si era una mujer, y luego se quedó conmigo haciéndome muchas interrogan­tes; y más de una muchacha se ha acercado a interesarse por los cur­sos”, cuenta la que, sin discusión, es la primera operaria instaladora reparadora de Etecsa Guantána­mo, aunque, seguramente, no será la última.

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