Desde hace varias semanas he podido volver, por trabajo, a varias provincias que hacía mucho tiempo no visitaba. Anduve por Matanzas, Pinar del Río, Las Tunas, Granma, Santiago de Cuba, Holguín y hace solo unas horas por Sancti Spíritus. Y ese oxígeno, el reencuentro con una realidad distinta a La Habana, me animó a escribir estas líneas, cargadas en primer término de un profundo respeto y reverencia para quienes son tan cubanos como los habaneros, pero siento que tienen una dosis de heroísmo más alta que quienes vivimos en la capital.
Nunca me ha gustado la frase discriminatoria: «La Habana es Cuba y lo demás es área verde». En todas las provincias hay personas muy arraigadas que no cambian sus amaneceres, la tranquilidad de las tardes y las rutinas de montarse en coches, arañitas o carricoches por las avenidas atestadas de carros, el bullicio y las oportunidades que dan siempre las urbes metropolitanas. Y eso no hace a nadie mejor o peor por el lugar en que les tocó nacer.
Sin embargo, lo más impresionante de estas jornadas ha sido poder hablar con decenas de trabajadores, amas de casa, jóvenes, colegas y gente de pueblo, que al saber mi procedencia y después de preguntas clásicas del béisbol cubano caen en la narración de sus vivencias para sobrevivir a largos apagones (a veces de más de 8 horas), transportarse hacia sus centros de trabajo en la bien conocida «guagüita de San Fernando» (un ratico a pie y otro caminando) o simplemente vencer los precios de los alimentos (arroz, pan y alguna carne) con fórmulas matemáticas que ni el Gran Pitágoras pudiera contra ellas, pues la canasta básica se ha resentido con pocos productos y atrasos).
Y lo más increíble de este nuevo regreso a esa otra realidad de Cuba, en la que no pude ver la selección de refuerzos para la III Liga Élite por falta de electricidad en suelo espirituano, es que nadie nos dejó de brindar un buchito de café, desvivirse en atención con una limpieza total de las habitaciones o simplemente compartir un dulce casero cuando el azúcar está más perdida y cara porque los centrales no siempre han podido arrancar.
Salir de La Habana es apreciar cuánta resistencia y amor al terruño hay en todo el país, con muchas más dificultades que los capitalinos. Salir de La Habana es amar más a Cuba porque encuentras personas tan humildes y sencillas que no han perdido las ganas de sonreír aunque hace semanas que no toman agua fría ni duermen con ventilador.
Salir de La Habana es constatar, que en medio de carreteras rotas hay mercados privados florecientes y también hay tensiones para sacar dinero de los cajeros porque casi nadie acepta transferencias. Salir de La Habana es admirar a esa pareja de abuelos que vimos regresar despacio por una guardarraya y al preguntarle si querían que los acercáramos a la casa nos dijeron: «tranquilo, vayan con Dios, que nosotros llegamos despacito…» Y regalaron una sonrisa que no olvidaré jamás.