La única asignatura que siempre me gustó, al punto de competir en preferencia con Español, Literatura e Historia, fue la Matemática. Y eso se lo debo especialmente a tres profesores, que quizás no tengan Facebook, no sé si aún están vivos y mucho menos si podrán leer este post, pero a quienes les debía desde hace mucho estas letras.
Vencida la etapa primaria, en la cual los maestros dan casi todas las asignaturas y solo en 5to y 6to grado había cierta especialización con docentes para las Ciencias y otros para Letras, la secundaria básica resultó el encuentro clave para amar a las Matemáticas.
Con una regla de madera que medía casi un metro, siempre vestido de guayabera y aquella caja de tizas de colores que arriba tenía el borrador, el profe Israel fue el primero en convencerme de que esta era «la ciencia que abre el razonamiento» desde su primera clase en 7mo grado. Y cuando empezó a explicar aquel rayo numérico con los números positivos y negativos juro que ese día, aunque solo fue ese día, soñé con ser cibernético.
Ya en 8vo y 9no tuve una profesora más lenta, gruesa y que siempre se pintaba los labios como María (la de la canción de Elíades Ochoa), aunque su nombre era Libertad. No alzaba la voz por mucha algarabía que armáramos en el aula. Y los problemas y ecuaciones los resolvía sin levantarse de la silla grande al costado izquierdo del aula. Pero lo más importante, es que nos dio todos los trucos casi invisibles de la matemática por dentro. Es decir, para solucionar un mismo ejercicio podían haber tantas formas como uno fuera capaz de aprenderlas.
Enamorado ya de las Matemáticas entré al IPVCE Vladimir Ilich Lenin. Y allí acabamos todos, los 26 estudiantes que nos vimos las caras por vez primera en septiembre de 1990, rendidos a la sabiduría, carisma e inteligencia de Félix Uset. Fíjense que hasta el apellido no se me olvidó porque por tres años fue quien nos guió en el maravilloso mundo de la trigonometría, logaritmos, geometría del espacio, ecuaciones y tantos otros temas, pero al mismo tiempo, con un carisma sin paralelos, podía dedicar minutos y horas a hablarnos de literatura, cine, cocina, política y hasta de por qué teníamos que protegernos con condón con la novia de turno en esos años.
Félix vivía en Marianao y todos los días iba con pitusa y tenis. Odiaba ponerse zapatos o pantalones de vestir. Jamás recuerdo verlo de otra manera. Y rara vez usaba camisas, prefería los pulovers. Ya en 11no, cuando la confianza con nosotros era de padre a hijo se dignó a traer una foto de su esposa y nos habló de su matrimonio por años.
Nos reafirmó que el amor a las matemáticas se explicaba, tal y como ya me había dicho Israel, por abrirnos el razonamiento, pero él le puso un poco más: sin empecinamiento ni derrotas cuando no llegáramos a la solución ideal. Las pruebas que nos confeccionaba (porque éramos el grupo de alto rendimiento en la Lenin) era como ese juego al gato y el ratón, pues subía la parada en las preguntas y nosotros aumentábamos las horas de estudio en las noches previas.
Félix tuvo gestos inolvidables con cada uno de nosotros. Y uno grande para el grupo: compró un cake de 30 pesos entonces (una barbaridad para esa época) y lo trajo en la misma guagua de los profesores que cada mañana lo transportaba. Ese día no se celebraba nada ni era el cumpleaños de nadie. Pero según él lo hizo porque quería demostrarnos, al cabo de tres años con nosotros, que todos podíamos ser el hijo que él no tenía.
Eso nos llegó al alma. Picamos el cake sin fotos ni celulares porque en 1993 ni se pensaba en fabricar esos aparaticos. Y vuelvo a confesar: ese día quise ser profesor. O mejor, educador. Como Félix y muchos otros.
¡FELICIDADES A TODOS LOS EDUCADORES!