Por supuesto que los tiempos han cambiado, y con ellos, las dinámicas de acceso y consumo del audiovisual. Regodearse en añoranzas de las grandes convocatorias de hace años resulta incluso un poco ingenuo. Sin embargo, el evento defiende todavía la experiencia colectiva de la sala oscura como ritual insustituible. En lugar de ceder a las tendencias comerciales que priorizan algoritmos sobre el contenido, la cita apuesta por el cine como una herramienta de resistencia y descolonización. El arte cinematográfico más raigal, lejos de ser neutral, lleva implícita una carga transformadora que interpela a las sociedades. Ese espíritu es el que tiene que preservar.
Circunscribir el aporte de la cita al simple espíritu festivo sería reduccionista. El Festival tiene que ser una plataforma para reflexionar sobre la contemporaneidad, cuestionar las realidades y debatir sobre los caminos que enlazan al arte y la sociedad. La diversidad de voces que convoca permite abordar temas urgentes de la región y del mundo, fomentando una visión crítica y comprometida.
En este contexto, es imprescindible seguir defendiendo el cine como un espacio alternativo a las lógicas de mercado que uniforman los discursos. La labor del certamen trasciende el mero muestrario estético para consolidarse como un acto de resistencia cultural, un terreno en el que el cine latinoamericano puede reafirmarse como arte emancipador, profundamente vinculado con las raíces y con la lucha por un pensamiento propio y descolonizador. Eso puede y debe distinguir la convocatoria del séptimo arte.