Si usted llegó hasta aquí es demasiado tarde para alejarse. Ya está en marcha una historia de cuestionamientos y fastidios, en la que no preocupa la posteridad, sino el aquí y ahora…
Una tarde en la habitación de su día a día Melania Tartabull se percató de que no quería estar ahí. Necesitaba darles vida a sus inquietudes y desesperanzas. Esa noche tuvo un sueño. Precisaba salir de aquel pozo oscuro…
Nos conocimos y se atravesó la mano que guía su espíritu con un clavo de furia, para que el dolor de la decepción la mantuviera consciente los minutos precisos. Se sentó a mi lado y una chispa peligrosa empezó a danzar en el centro de cada pupila. Entonces confesó…
“Muchos deportistas de mi generación están olvidados. Mi caso es uno. He requerido ayuda y nunca la recibí de mi organismo (Inder)’ refiere con acidez, quien entre 1973 y 1982 integrara la selección nacional de voleibol.
Su tesis me hace pensar en el hombre de rostro afilado, profundas ojeras y mejillas hundidas, que a la entrada de su edificio dijo: “Mmm, sí, esa señora vive en el apartamento 12, no la recuerdan…”.
“Algunas de las personas a quienes pedí apoyo no están vivas –acuña ella–. Hay urgencias materiales, pero es bonita la preocupación por uno, incluso de la salud y si un familiar precisa algo. Eso no lo veo, al menos en mí. Han entregado estímulos. No he recibido ninguno”, asevera hundiéndose un poco más en un sofá de la sala de su casa. Piensa unos segundos tamborileando sobre sus rodillas. Une las manos como un gesto de oración y prosigue.
“Iniciamos el camino de las Morenas del Caribe. Merecemos ser atendidas. Cuando era deportista nunca imaginé que siendo una persona mayor pasaría por esto –subraya y desliza sus manos sobre sus hombros como si sintiera frío–. Uno se siente mal, nos entregamos por la patria y la bandera y mira…”, destaca ladeando la cabeza, en tanto se muerde los labios y cierra con tal fuerza las manos, que los huesos se marcan bajo la piel.
Melania se levanta con las rodillas vacilantes, pero recupera la compostura. Vuelve a sentarse. Se pasa delicadamente los dedos por las cejas como desenterrando la calma. Aspira una profunda bocanada de aire y el ánimo brota en su interior como el agua de un géiser.
“Tuve la posibilidad de estar en equipos que ganaron dos medallas de oro en Juegos Centroamericanos y del Caribe y la corona en los Panamericanos de México (1975). Además de competir en Copas del Mundo”, indica ya liberada.
“Luchar por ser mejores cada día, mucha entrega sobre la cancha y apoyo entre nosotras eran cosas que nos identificaban –enfatiza y la vehemencia se refleja en sus ojos–. No era regular, pero aproveché mis oportunidades”, afirma y cambia de postura sobre el sofá mientras casi siento su aliento contenido.
“Estuve en los Juegos Olímpicos de Montreal (1976) –dice levantando la vista–. Terminamos sextas. Participar fue un privilegio”. De repente tensa el rostro. Echa atrás la cabeza y se queda quieta unos segundos como si estuviera reviviendo algo.
“Dolió mucho no estar en la selección ganadora del Campeonato Mundial (1978) –destaca y mueve la boca en silencio sin pronunciar palabra hasta que abunda–: Los entrenadores determinaron llevar a la preparación a 13 muchachas. Para escoger el conjunto se le entregó una planilla a cada una para que hicieran su equipo. Dos no me escogieron y quedé fuera.
“Realmente creo que desde que salimos de Cuba Eugenio George y Antonio Perdomo habían seleccionado quienes estarían –afirma con mirada vidriosa y un suspiro de furia–.
No soy autosuficiente. Mercedes Pomares, Mamita Pérez y Ana María García dijeron que debía estar. Preferí callar –y dibuja una mueca como si tragara dolor– disfruté el triunfo. Eran mis compañeras”, subraya y su mano coquetea con una mesita donde descansa una caja de cigarros. La mira como queriendo tomar uno, pero desiste.
“Esa decisión me desanimó. Decidí salir embarazada. Tuve a mi hija y regresé al equipo nacional. No fue igual. Dolió muchísimo no ir al Mundial”, señala y lanza una mirada fugaz, que dice basta ya.
“Tengo buena relación con mis compañeras –agrega acariciándose las mejillas como si se las empolvara–. Nos llamamos por teléfono, algunas nos queremos como hermanas. Cuando jugábamos a veces discutíamos, pero nos entendíamos, lo primero era el equipo…».
Las palabras son ahogadas por un apagón. Nos miramos perplejos, y desde la calle nos llegan los dolorosos pregones y terribles precios de los vendedores ambulantes.
“Sabes –expresa y la añoranza le surca el rostro— debí esforzarme más como voleibolista. Tal vez hubiera sido regular”.
Melania encoge las piernas y se las abraza. Parece en guardia, como si se protegiera de algo.
“Ahora hay un grupo nuevo atendiendo la Comisión Nacional de Atletas. Hasta ahora nadie ha venido a verme –manifiesta con la decepción en la voz y el ceño fruncido–. Les pediría que se preocupen más por nosotros y nuestras familias.
“Soy hipertensa, tengo que ir a la Cuevita a comprar la medicina a sobreprecio, cuando no gano lo suficiente. Lo que cobras te lo llevas en nada –comenta como si masticara plomo, en tanto en la calle estallan de nuevo los dolorosos pregones–. Voy a la farmacia del Cerro Pelado y no hay nada de nada. La jubilación es poca –prosigue y se golpea nerviosa con las palmas de las manos los costados de los muslos–. A los medallistas olímpicos y mundiales les pagan distinto. Los que ganamos Centroamericanos y Panamericanos no es igual –y encoge los hombros en un gesto un tanto teatral–. Lo mismo pasa con las asignaciones de carros. Si lo pides ya sabes. Estuve muchos años en la selección nacional y mira. Ni una bicicleta tengo”, acuña hundiendo el rostro entre sus manos.
“A pesar de todo soy optimista –testifica con titubeante parpadeo–. Las cosas claras son mejor. Lo negativo mata. Soy feliz con mi carrera deportiva. Pude lograr más –dice y aletea los brazos nerviosamente–. Estuve junto a grandes compañeras. Siempre hablamos de frente, sin hipocresías. ¡Hoy hay varias cosas malas, es muyyy diferente!”, sentencia con un tono y una mueca que estremecen.