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Honor a mis hermanos muertos

Cuando las balas disparadas por el pelotón de fusilamiento segaban en La Habana, el 27 de noviembre de 1871, a las 4: 20 de la tarde, la vida de ocho estudiantes de Medicina, la Corona española cometía uno de los crímenes más abominables de su dominación en Cuba.

 

 

Aquel hecho mostró, con toda crudeza, la cara criminal y vandálica del régimen colonial español. José Martí, en conmovedores versos titulados A mis hermanos muertos el 27 de noviembre, escritos desde su deportación en Madrid de 1872, destacó emocionado la trascendencia ejemplar de aquel suceso.

Aquellos eran tiempos en los que el capitán general Blas de Villate, conde de Balmaceda, hombre cruel y sin escrúpulos, llevaba a cabo su guerra de destrucción en la parte oriental de Cuba tratando inútilmente de sofocar la llama de la revolución y, para calmar los ánimos de los voluntarios en La Habana, hacía ejecutar, públicamente, a patriotas hechos prisioneros como Domingo Goicuría y Juan Clemente Zenea, fue él quien aprobó también el fusilamiento de los estudiantes de Medicina y otros diversos actos inhumanos contra la población cubana.

Frente a tanta barbarie se alzó la dignidad de la otra España en la figura del capitán Don Federico R. Capdevila, nombrado defensor de oficio de los estudiantes, quien denunció en su alegato que aquella farsa de juicio se llevaba a cabo “…por la fuerza, por la violencia y por el frenesí de un puñado de revoltosos (pues ni aun de fanáticos puede conceptuárseles), que hollando la equidad y la justicia, y pisoteando el principio  de autoridad, abusando de la fuerza, quieren sobreponerse a la sana razón, a la ley”.

Y más adelante, respondiendo a las amenazas e insultos de la fuerza enardecida de voluntarios, afirmó:

Si es necesario que nuestros compatriotas, nuestros hermanos, bajo el pseudónimo de Voluntarios, nos inmolen, será una gloria, una corona por parte nuestra para la nación española, seamos inmolados, sacrificados; pero débiles, injustos, asesinos, ¡jamás!.

De lo contrario será un borrón que no habrá mano hábil que lo haga desaparecer. Mi obligación como español, mi sagrado deber como defensor, mi honra como caballero, mi pundonor como oficial, es proteger y amparar el inocente, y lo son mis cuarenta y cinco defendidos…”

Aquel juicio concluyó, como se sabe, con la condena a fusilamiento de ocho jóvenes, cifra mínima para tranquilizar a los voluntarios que habían exigido que un grupo de estudiantes de Medicina fueran escarmentados sin piedad ni demora.

 

Se les acusó de haber profanado la tumba del periodista español, Gonzalo Castañón, – falsedad que quedó probada históricamente – figura del integrismo español, fundador del periódico La voz de Cuba, quien en sus artículos titulados ¡Sangre y fuego! Preconizaba el exterminio de los cubanos, pues sentía un profundo odio por los hijos de esta tierra.

Durante el juicio, cinco de ellos reconocieron haber estado en el cementerio: Alonso Álvarez de la Campa, Anacleto Bermúdez, José de Marcos y Medina, Ángel Laborde y Pascual Rodríguez, el primero confesó que tomó una flor del cementerio y los demás, que habían jugado con el carro.

Faltaban tres para completar las otras víctimas que se habían señalado, por lo que fueron escogidos por sorteo: Eladio González, Carlos de la Torre, y en el caso del otro: Carlos Verdugo, concurría la circunstancia de que en el momento de los hechos se encontraba con su familia en Matanzas.

Y otra vez, frente a la actitud bárbara y criminal de los voluntarios y de los representantes del poder colonial en la Isla, se alzó una figura digna, la del capitán Nicolás Estévanez, que se opuso a la ejecución de la sentencia y afirmó “antes que la patria están la humanidad y la justicia”. Motivo por el que fue expulsado del ejército español y su actitud digna es recordada en la acera del Louvre,  lugar de la protesta, en una placa en la fachada del Hotel Inglaterra.

Pero esa misma tarde, después de permanecer en capilla media hora, fueron conducidos por los voluntarios los ocho sentenciados a muerte, hasta las paredes del antiguo Cuartel de Ingenieros, próximo al Castillo de la Punta, donde perdieron la vida víctimas de una descarga de fusilería, sus cadáveres fueron conducidos al cementerio.

 

Otros 35 estudiantes, entre ellos Fermín Valdés Domínguez, resultaron condenados a penas que oscilaban entre 12 años y seis meses.

Estos inocentes, con edades entre 16 y 21 años, constituyeron los primeros mártires del estudiantado cubano, devenidos símbolos de lucha para que, cada año, la Federación Estudiantil Universitaria, baje la colina con las banderas de combate, desafiando cualquier obstáculo como muestra de la voluntad inquebrantable de defender, a cualquier precio, la independencia y la soberanía de nuestro país.

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