Icono del sitio Trabajadores

Silvia Costa: La piel que habita

Foto: Daniel Martínez Rodríguez
Foto: Daniel Martínez Rodríguez

Todos guardamos un puñado de intimidades que no compartimos con nadie. Permanecen bajo los muros del alma. Ese terreno personal, nunca pi­sado…

Corren tiempos duros, peor: sombríos y hay un agresivo filo de ansiedad en el ambien­te. Urge escuchar los sentimientos, el espíritu de las personas, las que no los adornan con los colores que gustan a algunos. Esas que mur­muran verdades y dolencias. Misterio, frescor y extrañeza…

“No doy entrevistas. Lo decidí hace un tiempo. Te la doy por obra y gracias de no sé qué”, arroja Silvia Costa, y sus ojos golpean mi rostro. Quizá sean marrones. Solo tengo dos certezas. Pegan y duro. ¡Mejor aún!

“Elegí el anonimato –apunta y se toca el pelo con un gesto cargado de cansancio coti­diano, para volver a la carga–. Soy una per­sona sencilla, apegada a mis vecinos. Prefiero estar alejada de lo que llame la atención. Es mi forma de ser”, y bajo sus cejas se hunden pro­fundas líneas de sombras. De repente frunce el ceño con gesto interrogativo…

“El proceso más duro de un atleta es el re­tiro –abunda la ex saltadora de altura, mien­tras con pasos largos recorre la sala de su apartamento–. Cree que puede más. No com­prende cuando el cuerpo dice hasta aquí. Mu­chos no están preparados. Caen en adicciones y estados depresivos. Pierden la motivación. Se piensa en muchas cosas. Aunque seas en­trenador nunca es igual”, ratifica y los labios se le curvan.

Toma asiento frente a mí en un sólido bu­tacón y mira ansiosamente a su alrededor. “Fue difícil. Mi entrenador jamás me preparó sicológicamente para ese paso. ¿Desentrena­miento? ¡ninguno, por eso padezco de presión alta!”, asevera controlando los recuerdos y después los libera, o tal vez logra ambas cosas al mismo tiempo. Algo que desearía hacer con ciertos asuntos de mi día a día.

“Ahora no sé si lo realizan. Conmigo no. Cuando dejas de ser útil, ni se acuerdan”, acentúa con un gesto ambiguo, y da a enten­der que su respuesta permanecía enconada en la conciencia, esperando el momento adecuado para fluir hasta vaciarse.

“Sabes, prefiero no hablar de deportes. In­cluso no estoy cómoda cuando gritan mi nom­bre en la calle –afirma y las comisuras de la boca caen un ápice–. Con el tiempo uno valora más lo alcanzado. Cada medalla tiene su his­toria, a veces conocida solo por uno. Son asun­tos muy personales”, y arruga la frente…

Se pone de pie. Busca su espacio. La co­modidad permanece enjaulada en su interior. Se interna en la cocina y entre el ruido de las tazas y la cafetera, quizá buscando confort emocional prosigue.

“Jamás imaginé que mi récord nacional (2 metros y 4 centímetros) durara más de 30 años. Venían muchachas de talento y resulta­dos, pero no pudieron. No será fácil romperlo. Ojalá no lo hagan. Así me recordarán”, son­ríe sarcásticamente, moviendo la cabeza en un gesto de gorrión y regresa con par de tazas de oloroso café.

“Esa marca fue en la Copa del Mundo de 1989 en Barcelona –recalca y el tono de la voz estalla en la sala–. Era la competencia del año. Llegué bien y en el segundo salto la hice. Oro y emoción. No me sorprendió. Incluso intenté los 2 metros y 10 centímetros –acota, en tanto se sienta cuidadosamente para no derramar el café. Se lleva la taza a la altura de la na­riz. La mueve de un lado a otro. Da dos sor­bos intensos y se adentra en el sabor de otros recuerdos–. Lo confieso. Si hubiera seguido preparándome con Guillermo de la Torre sal­taba más alto. Con él impuse récord mundial juvenil”, certifica y estira brazos y piernas ar­queándose. Creo que la espina dorsal le cruje como un ruido de disparos lejanos.

Se reacomoda rígidamente en el butacón. Con una mano se seca la frente perlada de su­dor. La otra acaricia la taza, asentada sobre sus muslos.

“Dudé de los resultados de varios depor­tistas extranjeros de mi etapa. Existían mu­chas sustancias dopantes. Hoy se conocen y descubren. En aquel tiempo no”, expone y tor­pemente hurga en uno de sus bolsillos como si la acción le ayudara a despertar un poco más la memoria.

“La medalla más querida es la plata del mundial al aire libre de Stuttgart, en 1993. Salté 1.97 –asegura con una dicción limpia, en la que se filtra su humanidad y carácter–. Ve­nía de una lesión en el talón de Aquiles. Fue una temporada de altos y bajos”, atestigua y se palpa una fina cicatriz que casi serpentea, desde el calcañal hasta el inicio del gemelo de su pierna derecha.

Suspira ardor. Busca en el interior de la taza ya vacía. Brinda más café, buscando la oportunidad de volver a servirse. Le agradez­co con un no casi tímido. Entonces, el dolor en forma de palabra se le hunde en el pecho como una cuchilla afilada.

“En mi mejor momento no estuve en los Juegos Olímpicos. Por solidaridad no compe­timos en Los Ángeles 1984 y Seúl 1988. Enton­ces era de las mejores. En 1992 en Barcelona no fue igual. Fui sexta. Al menos salté. Es la satisfacción que me queda”, dice con sed de consuelo. Ojalá existiera cerca un oasis, para sosegar tanto anhelo ardiente acumulado.

“No ganar una presea olímpica pesa mu­cho, al menos acá –dispara en un ronco y amargo murmullo. Quizás como prólogo cruel de lo que está por venir–. No te consideran igual. De nada valió la entrega y los premios. A mí y a otros nos costó. Hay cosas increíbles. No entiendo”, apunta despojada de sentimien­tos hasta ahora mudos y el dolor a pronunciar­los en voz alta.

“Las personas opinan sin saber”, prosi­gue y una bocanada de aire se le asienta en los pulmones y le incendia el espíritu. Se toma unos segundos. Un silencio aparece. De re­pente vuelve a arder.

“Creen que los deportistas son privilegia­dos. Se olvidan del trabajo y el sacrificio. Han cambiado algunas cosas, pero en mi etapa no podíamos tomarnos ni un refresco, el dinero que daban no alcanzaba.

“Te lo gastabas en boberías para regalos. Tampoco podías entrar al país con esa mone­da. Eso influía. Nos entregábamos. ¡Nadieeee puede dudarlo! –indica con elevadísimo octa­naje emocional–. Ahí están los resultados. No existían otros incentivos y no hablo de dine­ro”, revela y una decepción momentánea la estrangula.

Se levanta como un resorte. Se estira el pulóver y comprueba que una manchita oscu­ra continúa aferrada casi clandestinamente a un costado de la manga. Intenta rasparla con su dedo índice y “canta” otras historias.

“Nunca logré el título en Juegos Panameri­canos. Terminé con plata tres veces. No quiero justificarme, no soy así, pero mi entrenador Ricardo Guadarrama nunca los tuvo como la principal competencia del año. Importancia le daba, sin embargo, priorizaba los mundiales.

“Con el tiempo comprendí, que no hicimos bien varias fases de preparación –comenta dando paseítos cortos por la sala y encogién­dose de hombros–. No supimos cuándo bajar o subir las cargas físicas. Incluso una vez en el extranjero estuvimos a punto de regresar a Cuba por incomprensiones.

“El plan de entrenamiento no puede vio­larse. Lo pagué en los Panamericanos”, au­tentica resoplando y dejándose caer sobre el butacón, en tanto se retuerce ligeramente los dedos de las manos entrelazadas, satisfecha de su revelación.

“¿Ritual antes de competir? –señala y cie­rra los ojos de un modo definitivo–. Ningu­nooo –acentúa y la palabra se le apaga en los labios– solo escuchar música y concentrarme. En el salto de altura el rival es la varilla. Es a la que tienes que superar.

“Es una especialidad difícil. Necesitas adaptarte a un grupo de mecanismos y reali­zar muchas repeticiones”.

Una sonrisa natural y magullada se apo­dera del momento. Otra vez el pasado cobra vida como ese nostálgico perfume, que car­gado de pasión y magia se vive, se siente y padece.

“Escogí el deporte para salir adelante. Éramos muy humildes, mis padres y nueve hermanos. Vivíamos en La Palma, Pinar del Río, de forma precaria, hasta mala. Por suerte tenía las condiciones físicas y el gusto por el deporte. Con eso y entrega triunfé.

“Estoy alejada del atletismo. Dar un crite­rio no es fácil. Ahora no entrenan igual, hay desmotivación –detalla como un paisaje he­lado–. Prefieren irse del país, específica y las palabras chirrían lastimosamente.

“Nada es perfecto en la vida. Duele no ha­ber seguido preparándome con Guillermo de la Torre. Hubiera llegado más alto. Se lo dije a Javier Sotomayor, entrenado por Guillermo lograrás más. Ahí están los resultados. Las dudas de lo que pudo haber pasado me persi­guen”, y juro se le erizan los vellos de la nuca y el alma…

Una deliciosa sensación de descubrimiento dejan las palabras de Silvia Costa. El ser hu­mano es confusión y lucidez. Amor y tormen­ta. Negarle sus contradicciones y sinceridad es cercenarle el espíritu. Benditas las personas así. Esas que en tiempos estremecedores habi­tan su propia piel.

Compartir...
Salir de la versión móvil