Más que asaltar la historia, la conquistó a fuerza de valentía, principios y ejemplo. Ernesto Guevara, para todos nuestro Che, es de esos hombres que podemos quererlo hasta lo infinito, no solo por la Revolución cubana que contribuyó a nacer, hacer y consolidar, sino también por ese aroma de integridad, empeño, disciplina con la tarea, con el trabajo encomendado, con su condición, siempre, de combatiente.
Los días 8 y 9 de octubre de 1967 fijan el recuerdo de su última respiración en la escuelita de La Higuera, Bolivia, con su melena y barba rebelde, sus pies casi descalzos por las botas raídas y esa fuerza en la mirada que hizo a más de un soldado dudar del disparo que no merecía salir de esos fusiles.
Solo una orden de odio y rabia derrumbó su físico. Y ahí mismo volvió a nacer el Che de América, el símbolo para generaciones de jóvenes de todo el mundo. Su figura, 57 años más tarde, no parece detenida en el pasado, sino encumbrada en el presente, cual faro de luz para combatir las mismas injusticias y atropellos, el mismo imperialismo al que no debemos darle “ni tantico así”.
Su vínculo con los trabajadores cubanos desde 1959 llevó la impronta de vencer lo imposible. Pocas veces se vio a un dirigente entender mejor a un obrero después de sudar a chorros cargando sacos, cortando caña, innovando en una fábrica o, simplemente, comiendo el mismo almuerzo en el comedor. Así era el Che. Así lo sentimos todos.
Si eso no es amor, qué otra cosa puede definir tanta pasión revolucionaria. Su ejemplo acaba siempre enseñando a un pueblo cuánto nos falta a todos para ser el hombre nuevo que él sí fue.