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Rogelio García, ciclón de ponches

Rogelio García Alonso no era el estudiante más destacado en las escuelas primaria y secundaria del poblado de Ovas, en Pinar del Río. Pero 20 años más tarde se convirtió en Hijo Ilustre del lugar y de la provincia. En lugar de Español, Matemáticas, Biología o Química él prefirió siempre la Educación Física, en especial jugar pelota. Y se hizo pítcher ganador con una magia especial: ponchar, ponchar y ponchar más que nadie, hasta sumar 2509 en Series Nacionales.
Foto: Archivo

Con 16 años, sin haber pasado por ninguna pirámide deportiva, EIDE o ESPA, Rogelio llamó la atención de los entrenadores del equipo Vegueros. Unos meses en la Academia de Béisbol de la provincia fue todo lo que necesitó el joven que gustaba desempeñarse en la primera base y batear, pues lo suyo era entrar al terreno, ponerse los spikes y ver si los aplausos del estadio convencían a sus padres, que seguían deseando el estudio al deporte.

En 1972, el director Francisco J. Martínez de Osaba Goenaga (hermano de nuestro colega pinareño) lo sumó al equipo Vegueros para la XII Serie Nacional, pero apenas pudo ensuciarse el traje, pues el staff de esos años —Jesús Guerra, Emilio Salgado, Rodovaldo Esquivel, Mario Negrete, entre otros— apenas le dejaba actuar unas pocas entradas. Pero Rogelio no tenía apuros, aprendía de todos, preguntaba, miraba, corría y su velocidad en la recta hacía chillar no pocas mascotas.
Y explotó en apenas tres temporadas. Llegó en 1975 a las calientes Selectivas y con su impresionante bola rápida se ganó temprano el calificativo que lo inmortalizaría: Ciclón de Ovas, sacado de la imaginación chispeante del narrador Bobby Salamanca. Un año más tarde, el derecho vueltabajero ya estaba en un Campeonato Mundial y comenzaría un ciclo de ensueño con una seguidilla de cuatro lideratos en ponches de forma consecutiva en Series Nacionales: XVI-1977 (97); XVII-1978 (120), XVIII-1979 (102) y XIX-1980 (132).
Su predilección por el arte de abanicar los bates de aluminio era impresionante, aterradora para quienes se paraban en home y casi venían a adivinar cómo conectarle a lanzamientos superiores a 95 millas. Nuevas coronas en la XXI-1982 (144), XXII-1983 (119) y XXVII-1988 (94) sellaron siete reinados jamás imitados por ningún otro lanzador nacional. A eso agregó similares premios en cuatro ediciones de las Selectivas: III (122), IV (111) VII (114) y VIII (116).
De ser el joven pelotero aprendiz y talentoso, Rogelio se convirtió en solo cuatro años en el líder de un grupo ilustre de serpentineros en el que figuraban, entre otros, Juan Carlos Oliva, Julio Romero, Félix Pino, Jesús Guerra y Reinaldo Costa, entre otros. Era el lanzador al seguro para los partidos definitorios, de ahí sus seis títulos con Vegueros en las Series Nacionales (1978, 1981, 1982, 1985, 1987 y 1988) y el quinteto de preseas doradas con la franela de Pinar del Río en las mencionadas Selectivas (1979, 1980, 1982, 1984 y 1988).
Sin embargo, dos hechos vinculados a pleitos de vida o muerte marcarían negativamente su carrera. Par de sombras en medio de tanta luz, dos venas cortadas sin que por ello se desangrara su calidad. Dos jonrones acoplados en la memoria del fanático como imanes de oro. Ambos en el estadio que le gustaba tanto pitchear y ser aplaudido a Rogelio: el Latinoamericano.
Foto: Archivo

El primero ocurrió el 25 de mayo de 1978, en la inusual final de la IV Serie Selectiva, jugada en el Coloso del Cerro porque se fijó un terreno neutral tras estar empatado a dos sonrisas el match entre Las Villas y Pinar del Río. En el noveno capítulo, con abrazo a dos en la lumínica de bombillos, Pedro José “Cheíto” Rodríguez le desapareció la esférica por el izquierdo y dio a su equipo el segundo cetro en esas justas.

El otro es más antológico y para algunos el jonrón más recordado en la historia del béisbol cubano. 19 de enero de 1986. Bodas de plata para Series Nacionales. Javier Méndez en primera base tras conectar hit, Agustín Marquetti cazando un tenedor que intentó ser cuchillo, pero terminó siendo una cucharada al medio, para despachar por el jardín derecho el alma industrialista que hacía 13 años no festejaba una corona.
Por más que hurguemos en su historia, el tercer strike, cantado o tirándole el bateador, era su vicio más secreto. La noche del 25 de enero de 1977 recetó 24 de estos indeseables turnos al equipo Mineros. No es el récord para un juego porque lo hizo en 16 entradas. Una crónica de la época recordaba humorísticamente, que hasta el cargabate oriental se bebió uno, a pesar de lo mucho que gritaba desde el círculo de espera.
Tras una lesión que lo alejó alrededor de un año de la lomita (a inicios de los 80) y gracias al paciente trabajo de recuperación de un súper dotado en esos menesteres como José Manuel Cortina, el ciclón de Ovas o Ciclón de ponches, regresó y obtuvo rendimientos superiores, incluso con par de juegos de cero hit cero carreras en solo 21 fechas de esparcimiento: el primero de marzo del 1987 a Camagüey en su propio casa del Cándido González; el otro, el 22 de marzo ante Serranos en su refugio predilecto, el estadio Capitán San Luis.
Un detalle, es el único serpentinero en la era del aluminio con esta doble blanqueada total. Lleno de placas, trofeos individuales (entre las más distinguidas la triple corona en la IV Selectiva y el más valioso de la XX Serie Nacional), infinidades de liderazgos de victorias, lechadas y con huellas internacionales bien fuertes: cuatro veces campeón mundial (1976, 1978, 1984 y 1988), tres de Juegos Panamericanos (1979, 1983 y 1987), dos de citas Centroamericanas y del Caribe (1978 y 1986) y cuatro Copas Intercontinentales (1979, 1981, 1983 y 1987), el supersónico vueltabajero guarda con especial celo varios hechos significativos.
El primero, ponchar a jugadores profesionales que luego harían historia en la Major League Baseball como Tino Martínez o Marck McGwire; el segundo, no tolerar nunca un jonrón del explosivo y hermano de mil batallas Víctor Mesa en las 16 temporadas que coincidieron; en tanto a Pedro Jova, Orestes Kindelán y Lázaro Junco “nunca deseaba enfrentarlos” porque le daban con más facilidad que el resto.
Imposible no mencionar a su compañero de batería, Juan Castro, un mito detrás del plato y capaz de recibirle sin señas con bases llenas y la carrera del gane en tercera. Tanta coincidencia hubo entre ellos que hasta el día del retiro del deporte activo lo hicieron juntos, allá por el lejano año 1989.
El dolor de Rogelio sigue siendo el título olímpico que no pudo archivar por haberse ido temprano a casa, cuando otra lesión amenazó su poderoso brazo derecho. No obstante, todavía soplan sus ciclones de ponches y las comparaciones con Vinent, Valle y hasta Pedro Luis Lazo no tienen sentido afirmativo. Rogelio es de los grandes. Y se acabó.
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