Pronto se iniciará un nuevo curso escolar, luego de varias semanas de un caluroso y difícil asueto en que padres y también los niños y jóvenes en receso han sorteado las asperezas de una economía doméstica enfrentada a unas vacaciones salpicadas por no pocas dificultades y escaseces.
No obstante, la alegría dibujará los rostros de los maestros y alumnos que en los próximos días irrumpan en las aulas de las distintas enseñanzas, sabedores de que el esfuerzo todo de un país está en su educación.
De ello hablé con tres educadores hoy jubilados, que 64 años antes iniciaron lo que bien podría llamarse el magisterio revolucionario, y cuyo mayor orgullo reside en haber respondido al llamado hecho por Fidel el 22 de abril de 1960, cuando los convocó a una rápida e intensa preparación en las montañas orientales para después cubrir las 10 mil aulas que se creaban.
Era cumplir la palabra empeñada en el Programa del Moncada. Por primera vez llegaría tal grupo de maestros a las serranías cubanas. “Muchas de las aulas se conformaron bajo los árboles o bajo un techo sin paredes”, recuerdan mis entrevistados.
El Jefe de la Revolución llamó a unos mil jóvenes, y respondieron más de 4 mil, que jubilosos marcharon a cumplir el sueño de ser maestros voluntarios. Era su honor, su Sierra Maestra.
Fueron tres contingentes de muchachos, citadinos en su mayoría, desconocedores de los secretos de las serranías cubanas. Con el tiempo, de sus filas surgieron administradores de empresas nacionalizadas, embajadores y otros profesionales.
De toda la población rural en edad escolar, solo era atendida el 28 por ciento. “Los campesinos están esperando por ustedes”, les dijo Fidel, quien desde enero de 1959 ya había convocado a médicos, ingenieros, abogados y a otros trabajadores a partir a los campos a ejercer sus profesiones e impartir conocimientos.
Entre los futuros educadores descolló Conrado Benítez, maestro quien fue asesinado por bandas contrarrevolucionarias. Su nombre lo adoptaron meses después los brigadistas que protagonizaron la Campaña Nacional de Alfabetización.
Gladys Gutiérrez González
Con solo 19 años, Gladys Gutiérrez González, de Pinar del Río, integró el primer contingente de mil 400 jóvenes. “Salimos de La Habana a solo un mes del llamado del Comandante y fuimos distribuidos en cinco campamentos de la Sierra Maestra, el primero de ellos en Minas del Frío, lugar de leyendas guerrilleras, donde se preparaban los bisoños que comenzaban su andar en el ejército guerrillero.
“Yo aún no había concluido el bachillerato y me iniciaba en estudios en la especialidad de Comercio. Serían tres meses separados por primera vez de nuestras familias. A mí me ubicaron en El Roble, un poco más intrincado que Minas del Frío.
“Al terminar, en mi localidad para impartir las clases fue en el cabo de San Antonio, justo en Sitio de Pimienta, donde sus pocos pobladores me recibieron muy bien, con mucha alegría. Para llegar a ese paraje había que cruzar en bote una gran ensenada.
“Eran unas 10 familias dedicadas a la explotación maderera, todas con el apellido Ginart Borrego o Borrego Ginart, es decir, se casaban entre ellos mismos, una muestra de su bajísimo nivel cultural. Allí estuve muy poco tiempo.
“No solo hacíamos el trabajo de enseñar. Éramos la representación de la Revolución, quienes haríamos realidad la concepción de Fidel de no solo darles la tierra a los campesinos, sino cambiarles para bien, para siempre, su forma de vida, y ofrecerles iguales posibilidades de desarrollo que en las ciudades. Lo mismo organizamos los Comités de Defensa de la Revolución que la Federación de Mujeres Cubanas.
“Después me seleccionaron para dar clases en Isla de Pinos, pero no llegué a ir. Pasé entonces a trabajar con las campesinas que Fidel trajo a La Habana, en las conocidas Escuelas Ana Betancourt. Luego fui para la Ciénaga de Zapata, donde me sorprendió la invasión mercenaria, un capítulo importante en mi historia”, nos refirió Gladys, hoy con 83 años y jubilada como ingeniera agrónoma.
Reinaldo Guido Castaño Spenglert
Tiene 87 años. Vivía en la capital y había concluido estudios en la Escuela Normal de La Habana. De mis entrevistados es el de mayor edad y quien por más tiempo permaneció posteriormente vinculado con las aulas, incluida una exitosa misión en Nicaragua.
No formó parte de ninguno de los tres contingentes de jóvenes que marcharon a Minas del Frío y a los otros campamentos, pero se fue a la montaña voluntariamente. Dejó su cómoda aulita, como él la llama, y sin cobrar salario alguno marchó a la serranía. “Era la única forma de cubrir la atención a los niños del campo. Con maestros profesionales y voluntarios”, asegura.
Ante la interrogante de por qué no hay analfabetismo hoy en Cuba, su respuesta parece simple, pero cargada de sabiduría: “Porque Fidel eliminó las fuentes que nutrían el analfabetismo, porque el conocimiento llegó a los niños de la sierra. Nada fue casual. Las cosas se prepararon bien.
“Con los maestros voluntarios —luego vendrían los Populares— ya había quienes enseñarían en muchísimas comunidades. Ese fue el paso que hizo posible que en la posterior Campaña de Alfabetización hubiera un maestro que asesorara a los brigadistas.
“Previo a todo ello, Fidel lo había anunciado en Naciones Unidas cuando dijo que en 1962 Cuba eliminaría el analfabetismo, que no quedaría ni un solo analfabeto en el país. Nosotros, los propios maestros nos preguntábamos cómo aquello podría ser posible, y entonces él desarrolló la estrategia de los brigadistas Conrado Benítez para las montañas y los alfabetizadores populares para las ciudades y otros puntos del campo. Más de 230 mil alfabetizadores se enfrascaron en la titánica tarea”.
Magali García Moré
Al partir para la Sierra Maestra ya Magali García Moré era maestra normalista. “De las 10 mil aulas que se creaban —recuerda—, 9 mil se ubicaban en zonas rurales. En mi grupo iba un médico, era quien atendía a los jóvenes que se preparaban como maestros.
“Las vicisitudes eran muchas, pues no estábamos acostumbrados a esa vida. Incluso hubo lugares de ubicación en que no todos los habitantes compartían ideales revolucionarios. A veces nos decían que no estábamos preparados para ser maestros. Pero cumplimos nuestra misión”, enfatiza.
Magali, quien luego dirigiría sus pasos al periodismo, prefiere evocar a quienes iniciaron el programa de los maestros voluntarios, muchos de los cuales integraron con sus anécdotas y memorias el libro Tiempos de cambio y esperanza, de su autoría.
En especial a María Venero Domínguez, quien con emoción recordaba el instante en que escuchaba el llamado que hacía Fidel en su comparecencia por televisión. “En ese momento se decidió mi vida”, dijo entonces a su familia.