Cuentan los que siempre se han subido a un colchón de lucha, que lo más poderoso no está en la rapidez, la fuerza, los títulos que acumules, la técnica o la preparación física. Lo más poderoso, desde la antigüedad, cuando los hombres luchaban en Coliseos y en arena, lo más poderoso siempre fue la mente, la ambición de ganar, esa fortaleza psicológica que da seguridad y confianza tengas al contrario que tengas.
Y solo recordaba eso cuando este jueves Luis Orta, el gladiador nacido en La Güinera, Arroyo Naranjo, que sorprendió a muchos especialistas con su dorada en los Olímpicos de Tokio 2020, lloraba con su cabeza metida en la trusa, en una mezcla de rabia, impotencia, dolor y al mismo tiempo de satisfacción por volver a ser medallista, ahora de bronce, en la capital francesa.
Su competencia solo había tenido seis minutos malos. Y no con un desconocido, pues el iraní Saeid Esmaeili llegó aquí exhibiendo su corona mundial juvenil y meses atrás había caído ante el antillano en los últimos segundos en un torneo europeo. Sin embargo, en esos seis minutos Orta perdió el rumbo de esa fortaleza psicológica al punto de ser derrotado por superioridad técnica. Sus ojos lo decían claro cuando le levantaron la mano al asiático. ¿Pero cómo pudo pasar esto, si yo soy el campeón olímpico de hace cuatro años?
Esmaeili llegó a la final y Orta reencontró el camino en el repechage para un bronce que ganó con el mismo ímpetu, entrega y deseos que lo hizo en la capital japonesa. Ahora tenía 7 kilos de más en su cuerpo, pero así se hizo monarca universal en el 2023 y había sido seleccionado el mejor luchador del mundo el pasado año. Salía entonces con esa etiqueta de favorito que le dan especialistas, revistas, sus entrenadores y todos sus seguidores.
Por eso cuando las lágrimas tras arrasar al armenio Slavik Galstyan en la pelea por el tercer puesto. Y también la vergüenza de su rostro ante las cámaras de televisión cuando reconoció que quería haberle dado el oro a Cuba, a su gente de la Güinera. Respiró profundo y argumentó: «Pero le llevo este bronce y voy a prepararme para que regrese ese oro».
Acto seguido su entrenador Raúl Trujillo lo abrazó y también se le vio enjuagar sus ojos. Solo que ese abrazo llevaba otra carga de emoción, pues era su despedida. Ya no volvería a volar sobre el colchón como le recetó Mijaín López cada vez que triunfó en Río de Janeiro, Tokio y París. Si tan duro es el retiro de un deportista, tanto o más lo es para un entrenador.
Trujillo fue el hombre que tomó la bandera de la lucha grecorromana en Cuba tras la muerte del gran Pedro Val. Y al pie de la letra, más su propia impronta, le aportó a este deporte la continuidad de los resultados, al punto de ser hoy el que más preseas da a nuestras delegaciones en juegos multideportivos. No es quizás tan mediático como otros entrenadores, pero no le hace falta. Su trabajo diario, el tiempo robado a su familia, la voz ronca que perdió en muchas finales, el haber diseñado la preparación de tres de las cinco coronas de Mijaín, son apenas ejemplos que lo encumbran al nivel de Veitía, Eugenio, Sagarra y el propio Val.
La vergüenza de Orta es también la vergüenza de Trujillo. París será recordada por ellos como en la antigüedad, con alegrías y sombras, con el deber y el honor cumplido. Son ejemplos, son cubanos ilustres y son, por encima de todos, gladiadores que jamás se dieron por vencido. Y así debemos recibirlos, aplaudirlos y recordarlo.