París.- Mis paseos nocturnos por acá me permiten degustar en silencio y casi de incógnito un puñado de hechos dignos de compartir.
Algunas familias en grupos y tomados de las manos se marchan hacia sus casas guarecidas por la noche, y felices por la experiencia de otra jornada juntos.
Persigo a las personas que intentan no ser vistas. Esos que se parecen a mí. Solo se escuchan sus tímidas voces y pasos apresurados, como si fueran una manada de ciervos listos para correr.
Les sigo con la mirada y les regalo una sonrisa que jamás verán. A otras, quisiera acompañarlas y con la palma de mi mano decirles que estoy listo para escucharlas. Aunque no las entienda. ¿Así de grandes serán mis ganar de saber?
Una niña pequeña habla en voz alta y calla de súbito. Las caricias de la madre la blindan de paz. Yo permanezco cerca e invisible para sus miradas, hasta que sus pasos se alejan y enmudecen.
Afino mi brújula espiritual y la apunto hacia donde escucho nuevas voces. No sé qué pase cuando las encuentre, pues nunca aparecen y me siento abandonado
Camino solo en medio de la noche. Durante mi primera infancia llegué a creer que la oscuridad tenía cuerpo e incluso apetitos de ciertos atributos que solo tiene la luz.
Que esa penumbra era capaz de estrujarme, dejándome un montón de respuestas por descubrir. Agradezco recordar tanta lejanía.
Esta noche he desempolvado que a veces lo más sencillo es capaz de despertar la más profunda nostalgia…
Me resguardo bajo las sábanas. La cama luce más amplia de lo habitual. Un temblor manso me da las buenas noches. Mañana volveré en busca de nuevas experiencias. Esas que te sacuden como si quisieran devolvernos de los escombros en que nos convierten ciertas melancolías.