Bastante se habla del empeño de los creadores (y las instituciones que los representan y sostienen) de ir más allá de los espacios tradicionales de socialización del arte para incidir directamente en las rutinas de las comunidades. Llevar el arte al barrio, para ampliar su impacto en un público que no siempre se implica en ciertas dinámicas culturales.
Tiene que ver con una vocación democratizadora: asumir la creación artística como patrimonio compartido, garantizar el acceso pleno a expresiones que tantas veces se han considerado elitistas.
La política cultural de la nación defiende el derecho inalienable de toda la ciudadanía a apreciar, disfrutar, intercambiar experiencias estéticas que propician todas las manifestaciones del arte; partiendo de la función ciertamente emancipadora de la creación y su extraordinario caudal simbólico.
Pero está claro que, por razones sociales, geográficas o económicas, no todos se acercan de la misma manera. Hay sectores más desprotegidos.
Siguiendo la lógica tan socorrida de Mahoma y la montaña, muchos artistas van en busca del público a las comunidades en un proceso mutuamente provechoso, pues un acervo no solo se concreta en los centros generadores de la (mal) llamada alta cultura. En los barrios, desde los barrios, para los barrios se hace arte de calidad.
Es plausible llevar las artes visuales, la danza, el teatro, la literatura, la música, el cine… hasta las puertas de la gente, sobre todo si esa gente no participa habitualmente en las actividades culturales. Aunque convendría también promover, estimular, propiciar que esos ciudadanos acudan a los teatros, las galerías, las librerías y bibliotecas, las salas de concierto… partiendo de sus puntuales posibilidades.
El arte ha consolidado un entramado que lo complejiza y multiplica, que engrandece sus posibilidades. Es maravilloso interpretar escenas de un ballet en una fábrica o en el escenario improvisado de un asentamiento rural (fue mítica y hermosa aquella campaña de Alicia y Fernando Alonso en los primeros años de la Revolución), pero el espacio ideal de representación del ballet es un teatro (gracias en buena medida a esas presentaciones en lugares no convencionales, el ballet se hizo un arte popular en Cuba).
La idea es encontrar cauces para la creación que no impliquen reduccionismos ni concesiones populistas. La naturaleza misma del arte contraviene exclusiones clasistas; la sensibilidad para la belleza no es privilegio de unos pocos. La educación y las oportunidades tampoco tendrían que serlo.