Confieso que siempre he defendido a algunos deportistas que suelen habitar en lugares remotos, donde se comprometen con determinados privilegiados instintos. Esto los catapultarían a triunfos memorables, a ser catalogados como leyendas…
“Le agradezco a la vida, a mis padres, a la educación que recibí. Eso ha sido importante para enfrentar todos los retos”, dijo Idalys Ortiz, mientras se arreglaba el judogui, tal vez, para contener la emoción.
Ahora no pesaba en su cuello una medalla. Cargaba en sus palabras la agitación del momento. La necesidad de hablar del ahora y del mañana.
“Me voy con mucha satisfacción de estos Juegos. Vine para probarme otra vez. Estoy feliz con mi palmarés. Estuve ausente un período del proceso competitivo. Clasifiqué para París. Di lo mejor de mí y quiero agradecer a todas las personas que me apoyaron”.
La miramos con una mezcla de respeto y curiosidad. Su locuacidad continúa siendo de oro.
“Son pocos los que pueden estar en cinco Juegos Olímpicos. Gané cuatro medallas. Eso de rendirse no va conmigo. Puse el máximo, igual haré a partir de ahora en otro proyecto de vida fuera del judo”.
Idalys domina la emoción, como controló el ímpetu de sus rivales. Sonríe tímidamente, algo que no comulga con su carácter, pero le sienta de maravilla con el momento.
“Uno tiene que superarse a sí mismo. Eso te hace mejor persona y mejor ser humano. Un revés no es el final. Hay que levantarse”, sentencia con un trazo verbal, que nos recuerda lo indudable, canónico y siempre luminoso de su obra.
¿Existirá alguien que no pondría a Idalys a la estatura y grandeza de Zaida del Río, Amelia Peláez y Gina Pellón?