Como periodista, adoro pensar que soy ese intrépido navegante que se echa a la mar como capitán de su barco. Que desafío con éxito a tormentas, a veces empeñadas en que no alcance la orilla. Que asumo cada experiencia como una conquista que festejo como un brindis espiritual único…
Cientos de historias emergen de esta mar de hormigón y cristales e infinita cultura. Arrullan al viajero entre el desconcierto y el asombro. Le invitan a una nueva celebración en medio de ese furor vital, que es degustar una inigualable experiencia.
Cientos de personas caminan junto a mí. Cargan sonrisas y rostros serios. Incluso con esas maletas envejecidas, que son los sueños y las metas. Varias están fatigadas por el viaje. Otras miran hacia adelante y absorben los aromas que las hacen avanzar. Algunas, esbozan gestos que no responden a la alegría, sino a la aceptación de su tiempo. Un puñado brilla con una aseveración que no descansa y comparto ¡Queremos conquistar el mundo!
Cierro los ojos. Dejó que mi cabeza se acune suavemente, como por el recuerdo de una inolvidable melodía. Deseo retomar este monólogo mudo de nuevo, y siento que encallo ante tanto por ver.
Una expresión algo tonta y ávida ancla en mi rostro. Soy uno más aquí. Bueno, no. En realidad, quiero ser muchos. Deseo alimentarme de palabras, hechos y recuerdos. Si me apuran, quisiera convertirme en esa lluvia fina, que silenciosamente inunda todo a su alrededor.
¿Es mucha tamaña ambición? Me conformo entonces con ser solo una gota que salpica con timidez tiempo y espacio. Otro valiente verso que me lleva de la mano por un viaje cuyo destino final desconozco, pero agradezco.