Barinas, Venezuela.–De madrugada, a las dos, se escuchó en Sabaneta de Barinas el llanto de un recién nacido, el de Hugo Rafael Chávez Frías. Era el 28 de julio de 1954 y la América –desde el río Bravo hasta la Patagonia– se estremeció.
«Era una casa de palma, de pared de tierra, de alerones de muchos pájaros que andaban volando por todas partes». Así describiría su vivienda natal, muchos años después, aquel niño llanero que luego sería paladín de su pueblo.
El lujo nunca le fue cercano. Su infancia, desde los ocho hasta los 12 años, la vivió en otra casita modesta, en la cuadra de enfrente. Allí, junto a su abuela Mama Rosa y su hermano Adán, preparaba una receta exquisita de arañas de dulce de lechosa.
«Mi abuela hacía dulces, vendíamos arañas, tabletas, majarete, dulce de coco y frutas. Vendíamos muchas frutas porque el patio donde yo fui un niño feliz era un patio lleno de árboles frutales de todo tipo, y de eso vivíamos», escribió Chávez en sus Cuentos de arañero.
Muchos años después, en la sombra del zaguán de ese hogar, Telma Torres se pierde en el recuerdo del enamorado que todos los días le apartaba de regalo un dulce de lechosa. «Desde muy pequeño él las vendía en una botella blanca de vidrio, bocona.
«Ahí la abuela Rosa metía 20 arañas para que las vendiera en el Julián Pino, donde estudiábamos. Él ponía la botella en una esquina y se iba a jugar pelota, pero ¡siempre había una araña para mí!
«Era un muchacho creativo, buen estudiante», insiste quien le acompañó en la infancia y adolescencia como una de sus amistades más cercanas. «Ni cuando fue presidente dejó de ser Hugo –asegura–. Sin embargo, sabíamos que ya no era nuestro, sino del pueblo».
Esa otra casa donde vivió el líder conserva la distribución espacial de la tradición del pueblo llanero venezolano. Atesora la platera típica de la época y la cocina de kerosene en la que quizá nació esa famosa repostería de la familia Chávez.
Reposan, además, un guante de beisbol, una pelota y otros juguetes, las humildes alpargatas del niño curioso, un radio con las marcas de los años, libros, la mesa en la que la abuela le enseñó las primeras letras a sus nietos… y muchas, muchas fotografías que hacen de la edificación, un viaje en el tiempo.
En el patio, donde nació el sueño de la patria libre, su amigo Marcos González, Rayo, recorre en la memoria los años cuando «el carajito jocoso, echador de bromas», despuntaba como líder entre los demás jóvenes. Estuvieron codo a codo en cada juego, dificultad y despertar ante las penurias de la gente.
Él pensó más allá de su infancia feliz y «transformó su sueño de ser beisbolista para convertirse en soldado de la Patria». Por eso, asegura, «Chávez se lleva en el alma».
Aquella casita de paredes de palma y barro, techo de pajas y piso de tierra, se convirtió en el Centro de Educación Inicial Mama Rosa, para, como su habitante más eximio, servir al pueblo.
Mientras tanto, el hogar que lo acogió después es un museo que ostenta la condición de Patrimonio Histórico, en la categoría de Bien Cultural de la Nación.
Alfredo Aldana, otro de sus amigos, cuando piensa en el Comandante bolivariano siempre da fe de que su vida estuvo marcada por la providencia. «Hugo era el niño al que se recostaban los demás, porque era inteligente y parecía que venía alumbrado.
«Él nos despertó y hoy son muchos los Chávez que caminamos por Sabaneta de Barinas y por Venezuela».
Ciertamente, en aquel julio sobrecogedor, hace siete décadas nació el hombre que reubicó los paradigmas en su pueblo y en su continente, que tomó las riendas de un país sumido en la injusticia y llegó al Palacio de Miraflores para convertirse en bitácora de uno de los procesos sociales más radicales del mundo.