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Estreno de danza: Un espíritu romántico

Viengsay Valdés y Ányelo Montero, muy comprometidos con la historia que protagonizaban, en la función de estreno de Lucile. Foto: Yuris Nórido

Los muy fructíferos años del da­nés Johann Kobborg en el Royal Ballet de Londres han marcado decididamente su creación coreo­gráfica. La herencia de la escuela inglesa es muy evidente al menos en Lucile, la pieza que le estre­nó el Ballet Nacional de Cuba en la temporada que concluyó ayer domingo en el Teatro Nacional. Mucho del legado de Frederick Ashton y Kenneth MacMillan (de cuyas obras Kobborg fue desta­cado intérprete) irradia en este montaje. Y es un material bien asimilado, porque no se trata de un burdo copia y pega. Hay ima­ginación, limpieza dramatúrgica, temple narrativo, buen gusto en el vocabulario…

Puede que una parte del pú­blico cubano, tan aficionado a las llamaradas del virtuosismo, extrañara un despliegue técni­co mayúsculo. Pero aquí, como en los clásicos británicos del siglo XX, la técnica está sujeta a las demandas de la expresión dramática. No llega a ser rehén, pero tampoco impera.

Precisión y esencialidad en la línea; sobriedad histriónica, ele­gancia; suficiencia y contención: eso les ha pedido Kobborg a los bailarines. Los solistas han esta­do en sentido general a la altura; al cuerpo de baile le faltó clara comprensión de esas lógicas. Son casi todos bailarines muy jóvenes, hay que foguearlos en los salones y en el escenario (el permanente de­safío del BNC en tiempos de elen­cos inestables).

Grettel Morejón, junto a Montero, en otro de los roles protagonistas del ballet. Foto: Yuris Nórido

Lucile ha sido una sólida apuesta por diversificar el re­pertorio. Llama la atención que sea un ballet aristotélico, na­rrado convencionalmente, pero no como muchos de los clásicos decimonónicos, a la chispeante manera de Petipá. Aquí se les ofrece a los intérpretes la posi­bilidad de ahondar en la proyec­ción dramática en un tempo más reposado, en escenas que hacen confluir cierta vocación natura­lista con las ensoñaciones de un espíritu romántico.

El teatro dentro del teatro, un recurso tantas veces socorrido, sirve en esta ocasión para evocar (sin las imposiciones de un acer­camiento biográfico) el influjo de una gran bailarina en sus públi­cos —Kobborg se inspira en su compatriota Lucile Grahn (1819-1907)—, que se traduce en una trágica historia de amor. Es un homenaje al ballet del romanti­cismo —ese summun de idealiza­ciones melancólicas—, que no im­plica ataduras estilísticas ni cepos temporales.

En algún momento las transi­ciones entre escenas parecen algo dilatadas, y es posible vislumbrar en la simple funcionalidad del entramado escenográfico desa­provechadas potencialidades es­téticas de la puesta (cuestión de recursos y talento, pudiera ser)… pero la diafanidad y la coherencia del planteamiento, y la solidez del concepto, consolidan un espectá­culo eficaz y enjundioso.

Pese a los obstáculos dac­tuales, la compañía que dirige Viengsay Valdés sigue estrenan­do. Aplausos para ese empeño. El apoyo de los Amigos Británi­cos del Ballet Nacional de Cuba, un grupo que ha colaborado por más de dos decenios con la agru­pación, ha sido significativo para este montaje. Y como para honrar ese aporte, Lucile clasifica como uno de los títulos más british en el repertorio actual del BNC. No solo de fouettés tendría que vivir el balletómano…

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