Cienfuegos.— No estoy solo mientras tecleo. Me rodean centenares de voces. Creo que muchas más están conmigo y habitan en un purgatorio existencial eterno… Tecleo bajo un apagón ardiente.
Ha barrido esta ciudad como una insolente bofetada. Me niego a ser derrotado por las circunstancias. No quiero olvidar nada. Deseo meterme en la piel de este drama. Robarle el alma. Contarle sus colores, incluso los olores. Pintar el perdón… Quisiera llevar a mi boca las palabras exactas que a ritmo del mejor galope le llevaran a pensar que soy alguien valiente y sin prejuicios. Sin embargo, sería un detestable hipócrita si no reconociera que en algún momento he sido un afilado homófobo…
Algunos recuerdos parecen haber convertido su mente en una prisión: el dolor y la intolerancia han sido los barrotes.
“Haber sido discriminada por mi homosexualidad fue la experiencia más dura que he vivido. Muchos me apartaron. A veces la sociedad es cruel. Castiga lo que no comprende”, asevera la exjudoca Sheila Espinosa, integrante de la selección nacional entre 2003-2011.
Nos hemos citado en un lugar donde el buen trato, la mar y la arquitectura son un paisaje curativo. Aun así, repasa sus vivencias, como si estuviera viendo desfilar los fotogramas de una triste película. Exhumando recuerdos y pesadillas que la estigmatizaron.
“No dañaba a nadie siendo lesbiana. Es así de sencillo. —Traga saliva, como si lo que se dispone a decir la angustiase todavía—. Eran mis sentimientos. Nunca busqué la aceptación. Solo deseaba que respetaran mi sexualidad.
“Esperaba mayor apoyo por parte de los entrenadores en la selección nacional. Algunos me dañaron, al punto de tomar la decisión de abandonar el equipo. Al estar lejos de tu familia esperas que te guíen y sostengan emocionalmente. No fue así.
“Sabes —dice con la voz teñida de lejanías y su piel en carne viva y todavía sangrante, que barniza con una dolorosa sonrisa—, no era fácil entrenar. Recibía palabras hirientes y pullas todos los días. Eso influía, quería esforzarme, perseguía sueños, tenía metas. El judo era mi pasión”, sostiene mientras sus ojos se mueven como pájaros espantados.
Exhala un largo suspiro como si un nudo en el estómago le apretara las entrañas. Desvía la mirada tratando de buscar algún sitio seguro en el que centrarse, en tanto no para de balancearse nerviosamente sobre un blanco sillón de metal.
La miro y creo en silencio que el sufrimiento parece haberle mordido el alma como los lobos muerden a un cordero.
“Te lo juro —apunta y sus grandes ojos, de un gris pálido, se yerguen tristes y abarcan el bello horizonte que la mar dibuja—, pude rendir más como atleta, pero la marginación influyó. Nos reunían antes del entrenamiento y decían que una papa podrida echaba a perder todo el saco. Esas palabras herían e influían en el grupo.
“Mi orientación sexual hizo que varias compañeras tomaran distancia —afirma en tanto se cruza de brazos agarrándose los codos con las manos—. Algunas dejaron de verme como persona. Incluso temían dar un criterio a mi favor, pues sabían que las afectarían. Tuve una relación amorosa con una de ellas. El estrés, las presiones y la incomprensión nos derrotaron.
“En esa etapa tuve el apoyo del preparador Armando Jesús Padrón, —comenta y la frase inunda de fe su boca—. Me comprendió. Su aliento fue importante en medio de aquel torbellino. Le agradezco.
“Pensé reclamar a otras instancias del Inder —abunda en tanto sus manos de dedos esbeltos se aprietan con fuerza a los brazos del sillón— pero como decimos los cubanos, donde manda capitán no manda soldado y en este caso quienes me perjudicaban estaban por encima de mí. No iba a ganar. Eran otros tiempos”.
Sheila se incorpora recostándose en las manos y las rodillas. Se rasca la cabeza, hundiéndose los dedos en su largo pelo negro. Da unos paseítos frente a una baranda y prosigue.
“Descubrí mi homosexualidad a los 16 años. Eso no es una mala decisión ni algo contagioso. No todo el mundo la asumió bien. Algunos en el barrio y en mi círculo de amistades no lo aceptaron, otros sí. ¿En la familia?, siempre es complicado. No le hice daño a nadie. Por suerte tengo buena comunicación con mi mamá. Conversamos y lo entendió. Es amiga y un gran apoyo”.
Otra vez toma asiento. Se cruza de piernas y deja descansar uno de sus tenis sobre la rodilla. Hace un gesto negativo con la cabeza, sin dejar de sonreír, mientras no me atrevo a decirle que disfruto probar los mejores trozos de su humanidad…
“Quisiera ser entrenadora. El judo es una de mis pasiones. Estamos viviendo tiempos difíciles. Con ese salario no alcanza. Además, soy madre soltera.
“Mira —añade en tanto se echa atrás en el sillón y junta las manos sobre el vientre— siempre quise tener mi hijo, deseaba ser mamá. Concebir es el sueño de muchas mujeres y lo cumplí. Soy madre y padre al mismo tiempo. No es solo parirlo, es criarlo, educarlo, llevarlo por el buen camino. Le debo respeto a esa personita — dice y bate sus pestañas como si fuesen alas delicadas de mariposa—, viene creciendo, mirando mis pasos. Quiero darle el mejor ejemplo para que sienta orgullo de su madre.
“Existen incomprensiones—acentúa, con un gesto que destila dolor y más dolor, hay quien opina desde su desconocimiento y prejuicio—. Me siento tranquila. Vivo mi vida. Soy lesbiana, un ser humano que se equivoca, ríe, llora, lucha y ama”.
Nos traen un café. Se iluminan nuestros rostros y lo agradecemos con unas gracias gigantescas como propina. Sheila juguetea con la taza, haciendo circulitos y examinando su aroma. “Sabes —afirma tal vez intuyendo algo de duda en mi rostro—. Llegará el momento de conversar con el niño sobre la homosexualidad. Espero vea el asunto con claridad y sin miedos. Son etapas inviolables. Voy paso a paso. Es muy chiquito”.
Toma un sorbo de café y siente una dulce sensación. Lo expresan sus labios. Coloca la taza entre sus muslos. Se frota el rostro con las dos manos como desperezándose y continúa.
“Hay quien puede pensar que mi mejor resultado deportivo fue la medalla de oro en los Juegos Panamericanos del 2007 en Brasil. Pues no —indica quitándose las gafas oscuras que aprisionan su pelo— fue el título en el Villa de París de ese año. Estuve superbién. También recuerdo las coronas en los Juegos del Alba.
“Todavía duele no haber asistido a los Juegos Olímpicos de Beijing 2008 —revela y aprieta con fuerza los brazos del sillón—. Clasifiqué la división. Estaba en mi mejor momento. Fuerte, segura. Acumulé los puntos necesarios en el ranking. Le gané a las mejores del mundo. Hice un sacrificio enorme. La verdad, me machacaron —acentúa pintando como nadie su alma lacerada— fueron injustos, sentencia y en su labio inferior se marcan brevemente la mordedura de los dientes por la frustración.
“Dejé la selección nacional en el 2011. Antes de los Juegos Panamericanos en Guadalajara, México, hicieron una reunión en la que decidieron que no iría. Había sido la campeona del 2007. No te vamos a llevar, fue la respuesta del colectivo técnico.
“La vida del deportista es dura —prosigue con un tono de voz más suave— implica limitaciones. Debes lidiar con lesiones, incomprensiones de directivos y aficionados. Cuidar el peso. Doble sesión de entrenamiento. Estar alejado de la familia, prohibirte de tus gustos. Solo el que lo ha vivido lo sabe”.
Otra vez se lleva la taza a los labios. El café ya está frío, sin embargo, le da un sorbo definitivo, que descubre además de su cara simpática y tranquila, un criterio que hiere.
“Acá las glorias deportivas no son atendidas como merecen. Algunas dan pena. Hay quien cree que todo es una postal o flores en fechas determinadas. No se preocupan de lo que necesitan. Cuando daban triunfos las recibían bien. Ahora poco o nada.
“En lo personal dejé eso atrás” —arroja con un tono tan duro como franco—. Me sacrifico para darle a mi hijo lo que merece. Trabajo en una cafetería. A veces llego tarde a la casa y está dormido. Son muchos los problemas y los sacrificios diarios. Más para una mujer”.
Se recuesta sobre el respaldo del sillón como si se hubiera quitado un peso de encima. Se coge una mano y con un gesto casi espinoso desnuda su humanidad.
“No me arrepiento de nada en la vida —asevera y se golpea la barbilla con la punta de los cinco dedos—. Tomé las decisiones que creí correctas. Podría haber luchado más. Quizás no tenía la madurez necesaria.
“Las personas deben ser comprensivas sobre la diversidad sexual.Cada cual es libre de decidir cómo quiere hacer su vida. Lo importante en cada ser humano son los sentimientos. Lo bueno que sea capaz de transmitirle a la sociedad”, dice a la vez que los ojos brillantes como el rocío se le abren más…
Sheila mira la hora en su reloj pulsera negro. Se levanta sin gestos bruscos. Su vida le reclama. Se despide con un beso tímido y generoso, que asumo en silencio como un verso a la pluralidad, al humanismo sincero y desprejuiciado.
“Ahora se comprende mejor la homosexualidad, pero todavía existen incomprensiones, incluso miedos. Espero que el futuro sea mejor”, certifica sacándome de mi muda reflexión, con voz rotunda, llena de optimismo y esperanza.