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Sheila Espinosa: Un beso para el dolor

Foto: José Raúl Rodríguez Robleda

Cienfuegos.— No estoy solo mientras tecleo. Me ro­dean centenares de voces. Creo que muchas más están conmigo y habitan en un purgatorio existencial eterno… Tecleo bajo un apagón ardiente.

Ha barrido esta ciudad como una insolente bofetada. Me niego a ser derrotado por las circunstan­cias. No quiero olvidar nada. Deseo meterme en la piel de este drama. Robarle el alma. Contarle sus co­lores, incluso los olores. Pintar el perdón… Quisiera llevar a mi boca las palabras exactas que a ritmo del mejor galope le llevaran a pensar que soy alguien valiente y sin pre­juicios. Sin embargo, sería un detes­table hipócrita si no reconociera que en algún momento he sido un afila­do homófobo…

Algunos recuerdos parecen ha­ber convertido su mente en una pri­sión: el dolor y la intolerancia han sido los barrotes.

“Haber sido discriminada por mi homosexualidad fue la experien­cia más dura que he vivido. Muchos me apartaron. A veces la sociedad es cruel. Castiga lo que no comprende”, asevera la exjudoca Sheila Espinosa, integrante de la selección nacional entre 2003-2011.

Nos hemos citado en un lugar donde el buen trato, la mar y la ar­quitectura son un paisaje curativo. Aun así, repasa sus vivencias, como si estuviera viendo desfilar los fo­togramas de una triste película. Exhumando recuerdos y pesadillas que la estigmatizaron.

“No dañaba a nadie siendo les­biana. Es así de sencillo. —Traga sa­liva, como si lo que se dispone a de­cir la angustiase todavía—. Eran mis sentimientos. Nunca busqué la acep­tación. Solo deseaba que respetaran mi sexualidad.

“Esperaba mayor apoyo por par­te de los entrenadores en la selección nacional. Algunos me dañaron, al punto de tomar la decisión de aban­donar el equipo. Al estar lejos de tu familia esperas que te guíen y sos­tengan emocionalmente. No fue así.

“Sabes —dice con la voz teñida de lejanías y su piel en carne viva y todavía sangrante, que barniza con una dolorosa sonrisa—, no era fácil entrenar. Recibía palabras hirientes y pullas todos los días. Eso influía, quería esforzarme, perseguía sue­ños, tenía metas. El judo era mi pa­sión”, sostiene mientras sus ojos se mueven como pájaros espantados.

Exhala un largo suspiro como si un nudo en el estómago le apretara las entrañas. Desvía la mirada tra­tando de buscar algún sitio seguro en el que centrarse, en tanto no para de balancearse nerviosamente sobre un blanco sillón de metal.

La miro y creo en silencio que el sufrimiento parece haberle mordido el alma como los lobos muerden a un cordero.

“Te lo juro —apunta y sus gran­des ojos, de un gris pálido, se yer­guen tristes y abarcan el bello ho­rizonte que la mar dibuja—, pude rendir más como atleta, pero la mar­ginación influyó. Nos reunían antes del entrenamiento y decían que una papa podrida echaba a perder todo el saco. Esas palabras herían e in­fluían en el grupo.

“Mi orientación sexual hizo que varias compañeras tomaran distan­cia —afirma en tanto se cruza de brazos agarrándose los codos con las manos—. Algunas dejaron de verme como persona. Incluso temían dar un criterio a mi favor, pues sabían que las afectarían. Tuve una rela­ción amorosa con una de ellas. El estrés, las presiones y la incompren­sión nos derrotaron.

“En esa etapa tuve el apoyo del preparador Armando Jesús Padrón, —comenta y la frase inunda de fe su boca—. Me comprendió. Su aliento fue importante en medio de aquel torbellino. Le agradezco.

“Pensé reclamar a otras instan­cias del Inder —abunda en tanto sus manos de dedos esbeltos se aprietan con fuerza a los brazos del sillón— pero como decimos los cubanos, donde manda capitán no manda sol­dado y en este caso quienes me per­judicaban estaban por encima de mí. No iba a ganar. Eran otros tiempos”.

Sheila se incorpora recostándose en las manos y las rodillas. Se rasca la cabeza, hundiéndose los dedos en su largo pelo negro. Da unos paseítos frente a una baranda y prosigue.

“Descubrí mi homosexualidad a los 16 años. Eso no es una mala de­cisión ni algo contagioso. No todo el mundo la asumió bien. Algunos en el barrio y en mi círculo de amistades no lo aceptaron, otros sí. ¿En la fa­milia?, siempre es complicado. No le hice daño a nadie. Por suerte tengo buena comunicación con mi mamá. Conversamos y lo entendió. Es ami­ga y un gran apoyo”.

Otra vez toma asiento. Se cruza de piernas y deja descansar uno de sus tenis sobre la rodilla. Hace un gesto negativo con la cabeza, sin de­jar de sonreír, mientras no me atrevo a decirle que disfruto probar los me­jores trozos de su humanidad…

“Quisiera ser entrenadora. El judo es una de mis pasiones. Esta­mos viviendo tiempos difíciles. Con ese salario no alcanza. Además, soy madre soltera.

“Mira —añade en tanto se echa atrás en el sillón y junta las manos sobre el vientre— siempre quise te­ner mi hijo, deseaba ser mamá. Con­cebir es el sueño de muchas mujeres y lo cumplí. Soy madre y padre al mismo tiempo. No es solo parirlo, es criarlo, educarlo, llevarlo por el buen camino. Le debo respeto a esa perso­nita — dice y bate sus pestañas como si fuesen alas delicadas de maripo­sa—, viene creciendo, mirando mis pasos. Quiero darle el mejor ejemplo para que sienta orgullo de su madre.

“Existen incomprensiones—acentúa, con un gesto que destila dolor y más dolor, hay quien opina desde su desconocimiento y prejui­cio—. Me siento tranquila. Vivo mi vida. Soy lesbiana, un ser humano que se equivoca, ríe, llora, lucha y ama”.

Nos traen un café. Se iluminan nuestros rostros y lo agradecemos con unas gracias gigantescas como propina. Sheila juguetea con la taza, haciendo circulitos y examinando su aroma. “Sabes —afirma tal vez in­tuyendo algo de duda en mi rostro—. Llegará el momento de conversar con el niño sobre la homosexualidad. Espero vea el asunto con claridad y sin miedos. Son etapas inviolables. Voy paso a paso. Es muy chiquito”.

Toma un sorbo de café y siente una dulce sensación. Lo expresan sus labios. Coloca la taza entre sus muslos. Se frota el rostro con las dos manos como desperezándose y con­tinúa.

“Hay quien puede pensar que mi mejor resultado deportivo fue la medalla de oro en los Juegos Pana­mericanos del 2007 en Brasil. Pues no —indica quitándose las gafas os­curas que aprisionan su pelo— fue el título en el Villa de París de ese año. Estuve superbién. También recuerdo las coronas en los Juegos del Alba.

“Todavía duele no haber asisti­do a los Juegos Olímpicos de Beijing 2008 —revela y aprieta con fuerza los brazos del sillón—. Clasifiqué la división. Estaba en mi mejor mo­mento. Fuerte, segura. Acumulé los puntos necesarios en el ranking. Le gané a las mejores del mundo. Hice un sacrificio enorme. La verdad, me machacaron —acentúa pintando como nadie su alma lacerada— fue­ron injustos, sentencia y en su la­bio inferior se marcan brevemente la mordedura de los dientes por la frustración.

“Dejé la selección nacional en el 2011. Antes de los Juegos Pana­mericanos en Guadalajara, México, hicieron una reunión en la que de­cidieron que no iría. Había sido la campeona del 2007. No te vamos a llevar, fue la respuesta del colectivo técnico.

“La vida del deportista es dura —prosigue con un tono de voz más suave— implica limitaciones. Debes lidiar con lesiones, incomprensiones de directivos y aficionados. Cuidar el peso. Doble sesión de entrena­miento. Estar alejado de la familia, prohibirte de tus gustos. Solo el que lo ha vivido lo sabe”.

Otra vez se lleva la taza a los labios. El café ya está frío, sin em­bargo, le da un sorbo definitivo, que descubre además de su cara simpáti­ca y tranquila, un criterio que hiere.

“Acá las glorias deportivas no son atendidas como merecen. Algu­nas dan pena. Hay quien cree que todo es una postal o flores en fechas determinadas. No se preocupan de lo que necesitan. Cuando daban triun­fos las recibían bien. Ahora poco o nada.

“En lo personal dejé eso atrás” —arroja con un tono tan duro como franco—. Me sacrifico para darle a mi hijo lo que merece. Trabajo en una cafetería. A veces llego tarde a la casa y está dormido. Son muchos los problemas y los sacrificios dia­rios. Más para una mujer”.

Se recuesta sobre el respaldo del sillón como si se hubiera quitado un peso de encima. Se coge una mano y con un gesto casi espinoso desnuda su humanidad.

“No me arrepiento de nada en la vida —asevera y se golpea la barbi­lla con la punta de los cinco dedos—. Tomé las decisiones que creí correc­tas. Podría haber luchado más. Qui­zás no tenía la madurez necesaria.

“Las personas deben ser com­prensivas sobre la diversidad sexual.Cada cual es libre de decidir cómo quiere hacer su vida. Lo importan­te en cada ser humano son los sen­timientos. Lo bueno que sea capaz de transmitirle a la sociedad”, dice a la vez que los ojos brillantes como el rocío se le abren más…

Sheila mira la hora en su reloj pulsera negro. Se levanta sin gestos bruscos. Su vida le reclama. Se des­pide con un beso tímido y generoso, que asumo en silencio como un verso a la pluralidad, al humanismo since­ro y desprejuiciado.

“Ahora se comprende mejor la homosexualidad, pero todavía exis­ten incomprensiones, incluso mie­dos. Espero que el futuro sea mejor”, certifica sacándome de mi muda reflexión, con voz rotunda, llena de optimismo y esperanza.

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