Si hubiera pasado en una película, lo tildaríamos de «paquete». Tal vez nos hemos acostumbrado un poco por culpa del Real Madrid. Pero no es normal.
Inglaterra es uno de estos personajes que muere para el bien del protagonista. Ese secundario que sabemos que está destinado al sacrificio. Cuando parecía que su final llegaba demasiado pronto, un giro de guion dejó a los eslovacos fuera de combate. Habían dado todo guiados por tres guerreros (Lobokta, Skriniar y Schranz) capaces de neutralizar el débil planteamiento de Southgate.
El 1-0 de Schranz tras una escaramuza vertical con definición de tres dedos ante Pickford fue un estocada que aturdió a los ingleses y de la que solo pudo escapar Bellingham, un joven guerrero que aspira a ser rey.
Bellingham es este personaje que no termina de agradar a todos, como los reyes, pero que muestra la determinación que a otros les falta. Aún así, el tiempo pasaba y ni él podía doblegar a la defensa rival.
Entonces al escritor se le ocurrió una metamorfosis: Inglaterra iba a ser, por este capítulo, el Real Madrid, y Bellingham haría lo que suele hacer vestido de blanco: definir. Pero no definir de cualquier forma, sino con la gracia del Dios Cristiano ante la Juve y la exactitud del gladiador Ramos frente a los colchoneros. Y así fue, tan épico que nació de un saque lateral, con prolongación de cabeza incluida, y acabó en una acrobacia que hizo regresar al Coliseo a aquellos que dejaron de creer.
Era la primera vez que tocaban la puerta, el golpe igualaba el marcador y resultó tan atronador que parecía que ya ganaba Inglaterra. Se notaba en los demacrados rostros de los eslovacos, que, sabían, no aguantarían 30 minutos más.
Y no resistieron ni uno. A los 50 segundos de la prórroga un heredero maldito, de nombre Harry Kane, remató con un cabezazo la faena iniciada por Bellingham, que le dio vida a Inglaterra y, de paso, salvó la cabeza de Southgate.
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