A Corina Mestre (La Habana, 1954-2024) ya la están extrañando, con la intensidad a la que ella los acostumbró, sus cientos de alumnos, en Cuba y en muchas partes de este mundo. Ella fue una gran actriz del teatro, el cine, la radio y la televisión; pero más de una vez reconoció que su vocación primera era el magisterio. Y al servicio público, asumido con una vehemencia martiana, consagró su talento y sus esfuerzos mayores.
Corina no sabía claudicar. No podía. No quería. “La vida es lucha; siempre habrá cosas torcidas que hace falta enderezar. Y no hablo solo de las que nos rodean, sino de nosotros mismos. Para mí esa noción de combatir lo mal hecho está relacionada siempre con promover valores. Y cuando digo lucha, alguien saldrá diciendo que estoy idealizando la guerra. Nada más lejos de la verdad. Yo creo en el imperio de la poesía, que es el triunfo de la belleza. Ese es el arte. Esa es la paz. Lo que pasa es que normalmente los artistas siguen dos caminos: o se refugian en su torre de marfil (que no es que los critique, cada quien tiene derecho a escoger), o hace de su creación un valladar. Yo estoy en el segundo grupo”.
Eso decía hace poco tiempo, ante un grupo pequeño, en una reunión preparativa del Congreso de la Uneac. Lo decía sin sobresaltos, con esa tranquilidad maternal que solía prodigar. Pero a veces era un torrente, una fuerza indetenible a la hora de defender sus ideas. Ante la endeblez de una explicación, ante la medianía y las justificaciones, ante la abulia y la apatía, Corina Mestre se rebelaba. Pero era muy feliz, plena, en las discusiones provechosas. Su mayor satisfacción era alcanzar el consenso.
“Hacer arte es trabajar, basta ya de tonterías. Y el arte no es un adorno, no es un lujo, no es un capricho. El arte nos hace libres. Por eso el sueño mayor de un creador debería ser que el arte sea patrimonio compartido, derecho de todos, posibilidad infinita… Al menos ese es mi sueño. Y yo siempre me propongo hacer realidad mis sueños”.
En la Escuela Nacional de Teatro, en la Uneac, en los estudios de la televisión, en los escenarios de tantos teatros… ya se extraña a Corina. Irremplazable es su aporte. Afortunadamente sus muchos discípulos y compañeros de trabajo le garantizarán la permanencia, pues ella sembró mucho y bien. Privilegio de los maestros.
Reacia a conceder entrevistas de personalidad, aceptó conversar con este periódico hace poco más de dos años, cuando le otorgaron el Premio Nacional de Teatro: “Estoy convencida de que vamos a tener un mundo mejor. Y mientras mejor formemos a los profesionales hoy, mejor será ese futuro. Quizás no me alcance la vida para verlo, pero tengo que hacer mi parte aquí y ahora. Siempre evoco la parábola del ruiseñor que pretende apagar un gran incendio llevando agua en su pico. Uno de los animales del bosque le dice que esa es muy poca agua para resolver el problema y el ruiseñor responde: ‘¡Yo hago mi parte!’. Creo en la necesidad de un teatro mejor, que piense en los otros más que en la satisfacción de egos. Creo en el profesional que, más que en el deseo de reconocimiento, se afane en lo que puede aportarles a la comunidad, al público. Algunas personas me dicen que es una utopía pensar que todos comprenderán eso, pero a mí me basta con que algunos, entre todos, lo comprendan y lo asuman”.
Ella confió siempre en la capacidad movilizadora del ejemplo:
“Mi vocación primera es la del magisterio, que es una vocación por la justicia. Porque se es maestro, más que para enseñar la técnica (que claro que es importante), para inculcar valores. Hay quienes dicen esto muy a la ligera, y por eso no lo repito mucho: soy una mujer martiana. Y con José Martí comprendí que era muy necesario salir a buscar a la gente que quería aprender”.
Ver a sus alumnos (promociones completas del sistema de enseñanza artística) haciendo teatro, la curaba de todas las frustraciones y desencuentros. “Yo no puedo evitar llorar cuando los veo. Es un cosquilleo en el estómago. Un salto. Es como cuando una se enamora por primera vez”.