Las palabras crecen bajo las yemas de mis dedos, pero siento que falta algo. Ojalá sean pocas líneas. Espero que la recompensa llegue rápida, inquebrantable. Ilustrada con algún fogonazo ardiente. Claro, no puedo olvidarlo. Acá habrá emoción, recuerdos y hasta realismo crudo, el de la vida. Comience a leer.
Mi idea es parir este compromiso personal antes de que mi ánimo se marchite, pues comprendo que camino por un terreno moral afilado donde, para algunos, todavía ciertos temores y prejuicios habitan en el aire. Abrigo la esperanza de que, aunque usted no comparta algo de lo expuesto, se coloque en el lugar de los hechos, que se vista con la piel de Tony González…
“Cumplí mi deuda con la justicia. Fue hace mucho tiempo, resultó duro. Eran otros tiempos. Como ser humano me costó”, asevera con una voz medio ahogada y baja, como si a ratos temiera que las palabras que pronuncia fueran repetidas o quizás falseadas, el célebre torpedero que integró el equipo Cuba y jugó con los equipos de béisbol de la capital, allá por las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado.
“A ratos fueron severos conmigo. Otras no tanto. Esos años resultaron complicados. Estoy arrepentido de mi error. Pagué por eso”, agrega y de su mente continúan cayendo en cascada hacia su boca un puñado de palabras crudas, mejor no intentar domesticarlas. Lo ideal es que corran, incluso si lastiman.
“Hubo personas que por ese problema me dijeron que lo mejor era irme del país. Soporté presiones y malas intenciones”, afirma subiendo el tono, “les dije que no. Este país es de todos los cubanos no de algunos. Fue muy difícil. Cumplí con la ley”, acentúa con la voz teñida de oscuras lejanías.
Entrecierra los ojos, como si tratara de hacer memoria, al tiempo que una sonrisa delatora asoma a su semblante. Es evidente que desea pasar a páginas menos dolorosas.
“Dejé de hacerme millonario por quedarme en Cuba”, agrega mientras mete las manos entre las axilas y se encoge de hombros.
“Tenía contrato con los Gigantes de San Francisco. En aquellos tiempos si te ibas no podías regresar. Mi madre no lo hubiera soportado. A veces pienso que debí arriesgarme y partir”, dice con expresión soñadora, “pero pudo más la familia. No hubiera sido feliz aun teniendo dinero”, acuña escudado en una respiración tan dura como sincera.
“Siempre jugué para ganar. Estudiaba al contrario. Aun a quienes estaban en el banco. Miraba el mínimo detalle que estuviera a mi favor. Vigilaba cómo batía el aire y se lo decía a los lanzadores. Ellos lo usaban y hacían mejor su trabajo. Leía y aprendía bien las reglas. Era una buena arma”.
Tony se levanta sin apenas esfuerzo de un mueble de excelente y oscura madera que preside la sala de su casa. Con seis cortas zancadas, capaces de desafiar sus 86 años, se dirige a la puerta. Dispara dos cortos estornudos. Aprecia la belleza decadente de su cuadra en el Cerro y de regreso, acomodándose el pulóver y la gorra, ambos de rojo vivo, recuerda.
“La pelota es mucha comunicación. Unir pensamientos. Mi juego se basaba en la inteligencia. Nadie peleaba como yo. En adelantarme a la acción. Un paso por delante del rival. El short stop es una posición muy difícil”, abunda en tanto se muerde las uñas de una de las manos. “Debe tener mucha memoria. Comunicación con todo el cuadro e incluso apoyar en la colocación a los jardineros.
“Vi a grandes torpederos”, añade otra vez sentado y tras estirar a placer las piernas con suspiro incluido, “Willy Miranda, Damon Phillips, Lou Klein y Leonardo Cárdenas. Me quedo con Phillips. Se situaba como nadie. Todo lo hacía fácil. No era aparatoso. Al contrario, seguro”, sentencia escenificando con sus manos un fildeo.
“Urbano González fue el pelotero más inteligente con el que jugué. Siempre tranquilo, esperando su momento. La pelota de antes era mejor. Aprendimos viendo la Liga Profesional Cubana”, asegura a la vez que no para de frotarse las manos y cambiar de postura en el asiento que se le hace pequeño, “imitábamos su juego sin pelota, su concentración, respeto y profesionalidad.
“El retiro de buenos peloteros en los años noventa nos golpeó”, señala a la vez que se masajea los párpados, anchos y abombados. “Ahí empezamos a decaer. Fue un error. Lo estamos pagando”.
Por unos segundos deja que su cabeza se balancee suavemente, como por la evocación de una melodía. Separa una de sus manos del mueble y se rasca el cuello con la yema de los dedos.
“Tengo lindos recuerdos en el equipo Cuba. ¿El mejor? La carrera del empate contra Estados Unidos en el Mundial de 1969. Desde el banco sabía que llegaría mi momento”, enfatiza con un gesto que debe haber ensayado muchas veces antes de entrar en acción.
“Salí a correr en segunda en el octavo inning. Al dar jit el Curro Pérez no me frenó ni el coach de tercera. Fue un tren lo que se deslizó en home. Ganamos el oro”, sentencia arrastrando cómicamente la r.
“Sabes, asesoré a varios conjuntos”, apunta y su dedo índice descansa sobre su boca. Con Puerto Rico tuve una relación especial. ¡Por cierto!”, expresa, como quien saca por sorpresa de bajo de la manga un as hiriente y ganador, “un alto directivo del Inder no me permitió cumplir un contrato allá. Dijo que no era bueno que exhibiera mi riqueza al regreso”, argumenta y los labios se le estiran creando una mueca que grita sarcasmo.
Cierra los ojos. Suspira. ¿Será para olvidar? Mira hacia el techo y guarda silencio. Una lagartija de un color casi mágico observa a su presa como si fuera de piedra. Aguarda y de repente, con una ágil sacudida, atrapa un diminuto insecto. Él se frota repetidamente las mejillas con asombro. Bosteza y aclarándose la garganta prosigue. “Nací en un barrio humilde aquí en el Cerro. Escogí el béisbol porque alegraba la vida. Era una forma de ser feliz y salir adelante.
“La pelota lo ha sido todo para mí”, confirma mientras acaricia un bate y la melancolía que brota de su arrugado rostro se vuelve añoranza, “¡si volviera a nacer sería de nuevo pelotero!”.
“Cuando estaba en el terreno era tremendo”, subraya y se pasa la lengua por los costados de los labios, como engrasándolos y preguntándose si habría que agregar algo más. “¡Sí, cumplí mis sueños! Fui campeón mundial, panamericano y centroamericano, ¿qué más?”, en tanto pone a descansar el bate sobre sus muslos.
El mueble, de momento ligero, emite una especie de gruñido como si se quejara del brusco movimiento que acaba de sufrir. Los ojos de Tony se le encienden y lucen como dos cabezas de alfiler negro que se han clavado bajo las cejas. Algo duro azota sus vísceras más íntimas, le sube por el pecho y la garganta, y brota sinceramente de su lengua.
“Trato de olvidar parte de mi pasado. Intento no cargarlo. Más cuando duele y no puede remediarse. Quisiera me recordaran por la persona servicial que soy. De las que ayuda y hace el bien”…
Tony González vive sin máscaras. Alimentando su espíritu y dueño de triunfos y heridas propias. A veces, vivir es sentir dolor, y asumir el día a día con temores al daño perpetuo, es negarse a existir. Quisiera concluir como un buen cirujano: tajante y exacto. Me es imposible. No me corresponde ser fiscal ni abogado. Solo reconocer el abismo que a veces resulta ser.