Por: Clara Luz Domínguez Amorín
Este día, al igual que todos, brilla la ternura de un abrazo materno; las madres son como rosas en plena floración, desplegando pétalos de amor incondicional que perfuman cada rincón de nuestras vidas.
Son el faro que guía a los barcos errantes en la noche más oscura, la brújula que señala el norte cuando los mapas se vuelven indescifrables. En su mirada, encontramos el reflejo de la sabiduría más antigua, y en su sonrisa, la promesa de un mañana sereno.
Como las olas que acarician incansablemente la orilla, así es el amor de una madre, constante y eterno, un ciclo sin fin de cuidado y devoción. Sus palabras son como la brisa que suaviza el calor del mediodía, y sus enseñanzas, las estrellas que adornan el cielo de nuestra existencia.
Honramos la fuerza que es capaz de mover montañas y el corazón que late al ritmo del más puro amor.
En el jardín de la memoria, donde las flores del recuerdo nunca se marchitan, las madres que partieron se convierten en estrellas que iluminan nuestras noches. Son como la luna llena que, aunque no visible, siempre está presente, envolviendo con su luz plateada las sombras de nuestra añoranza. Para aquellos que sienten el vacío de su ausencia, cada recuerdo compartido es un hilo dorado que teje un manto de consuelo, un susurro eterno de amor que trasciende la distancia entre el cielo y la tierra.
Y para las madres cuyas lágrimas han regado la tierra en busca de sus hijos, su dolor es como una tormenta que sacude el alma, pero su fortaleza es el arcoíris que emerge con esperanza después de la lluvia. Son como el roble que, a pesar de las tempestades, se mantiene firme, ofreciendo refugio y sombra. Su amor, un río caudaloso que, incluso en la ausencia, sigue fluyendo con fuerza, nutriendo la vida con su corriente inagotable.