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Los rostros del silencio gritan

Foto: Jorge Luis Coll Untoria

ESTOS PÁRRAFOS nacen desde el temor a una rea­lidad. Y es que hace ya un tiempo algunas partes del cuerpo de nuestra sociedad se han ido arrugando, deformándose, pre­sas de la dejadez y la indolencia. Es tan evidente que casi te rodea, lo puedes mirar al rostro y sentir ese vapor maloliente y doloroso, que a veces se pierde la esperanza de que pueda ser desterrado para siempre.

Según el Ministerio de Traba­jo y Seguridad Social (MTSS), en Cuba se han registrado 3 mil 690 personas deambulantes entre el año 2014 y el 2023, las cuales han sido tratadas en correspondencia con el protocolo establecido. Sin embargo, no todos ellos en la ca­lle entran en dicha categoría. ¿Qué sucede con los buzos que se su­mergen en los latones de basura? ¿O con los abuelos, madres y bo­rrachos que piden limosnas en las afueras de los negocios, las iglesias y los semáforos?… ¿Acaso no deam­bulan? ¿Acaso son invisibles?

El fenómeno trasciende la mera categoría y se cuela en las entrañas de una sociedad con bajo poder ad­quisitivo, que padece las calami­dades de la emigración, el enveje­cimiento y la escasez de alimentos y medicinas.

 

La realidad sobre la mesa

Una pareja convirtió las raíces de un viejo árbol de un parque en su refugio. Con aspecto deplorable cuidan un grupo de jabas y bultos.

El hombre de flacas mejillas, barba descuidada de varios me­ses y unas ojeras cargadas de mu­chas malas noches, nos dispara una mezcla de recelo y temor en su semblante.

“¡Váyanse!”, gruñe por lo bajo y se atrinchera al lado de la mujer, quien, a pesar de sus canas prema­turas, para sus, tal vez, 40 años, tiene energía para gritarnos con mirada herida: “¿Qué coj… quie­ren? No hables, son policías, son policías…”. Mejor marcharse ante el peso de ojos curiosos y chistes de algunas personas que presen­cian el “espectáculo”.

Este no es un caso aislado. Exis­ten otros que cocinan al aire libre, crean sus fogones sobre el césped aledaño a un hospital y duermen entre los arreglos de jardinería, donde encuentras los restos de sus camas, y sus clósets, reducidos a jabas de nailon que acumulan la ropa de su lucha diaria.

En el Censo de Población y Vi­viendas del año 2012 se contabili­zaron más de mil 100 personas que vivían en las calles. Para el 2015, la cifra mostró un ligero aumento y ascendió a mil 261, según números ofrecidos por la Comisión de Salud de la Asamblea Nacional del Poder Popular y citados en el sitio de Cu­badebate.

Hoy los dígitos oficiales se du­plican y ellos caminan entre noso­tros, como si esa “cualidad” de in­visibles preservara su estabilidad.

Un hombre hurga en la basura. Es alto, pero escuálido y estrecho de hombros. Sus largos brazos y anchas manos hacen el trabajo de palas, que sacan de la inmundicia los “premios” soñados. Algunos restos de comida los degusta como un manjar, otros los deposita en un viejo saco, quizás para más tarde.

Le hablamos y no responde. Pierde su mirada en la tarea que acomete y nos ignora. A veces son­ríe como si escuchara algo gracio­so. Entonces se limpia las manos en sus maltrechas y sucias ropas. Enseña la punta de la lengua en­tre los dientes y con su silencio nos despide a través del humo fugaz de una vieja colilla de cigarro…

Belkis Delgado Cáceres, di­rectora de Prevención Social del MTSS, enfatiza que es válido acla­rar que no todas las personas que andan por la calle con un aspec­to desaliñado, mirando la basura, durmiendo en bancos o pidiendo dinero, se consideran deambulan­tes.

 

Belkis Delgado Cáceres, directora de Prevención Social del MTSS. Foto: Jorge Luis Coll Untoria

“Tenemos que saber que existe una política desde el 2014 para el perfeccionamiento de la atención a las personas que deambulan. Ese acuerdo se está modificando en este momento a raíz de las deficiencias y la percepción que tenemos de que puede haber un incremento de ciu­dadanos que deambulan. Hay que distinguir quiénes son estas perso­nas de otras que pueden estar un tiempo en la calle con una conduc­ta desajustada.

“Los que deambulan son quie­nes no poseen las condiciones para mantenerse en casa y están en la calle. Generalmente hay un por­ciento determinado que tiene un trastorno psiquiátrico, mientras que otro porciento elevado son adultos mayores y aumentó el por­ciento de personas menores de 60 años para las que ya no tenemos alternativas que tuvimos en el 2014, que estábamos hablando de hogares de ancianos, de hospital psiquiátrico cuando la persona te­nía un trastorno, de la devolución y la transformación en su familia para que vuelvan a su medio fami­liar, que es lo ideal y lo que hay que hacer”, expone.

¿Qué sucede entonces con esos seres que no encajan en esa clasi­ficación de deambulantes? ¿Quién determina los tiempos y las con­ductas que los ubiquen o no en di­cha categoría? ¿No son igualmen­te resultado de deformaciones sociales?

Por otro lado es válido desta­car que, según el Diccionario de la Lengua Española, el significa­do de la palabra deambulante es el siguiente: “Andar, caminar sin dirección determinada”. De esta manera, se hace evidente que el término va más allá de un grupo específico de personas y puede no ajustarse a comportamientos que hace unos años vienen manifes­tándose en las calles cubanas.

 

Los especialistas toman la palabra

A veces los filos de la vida nos hie­ren. Desafiarlos con rostro serio y profesional no solo nos ampara y cura; nos hace también una mejor sociedad.

El so­ciólogo José Martínez. Foto: Daniel Martínez Rodríguez

“Esa modificación interna que se puede manifestar en cualquier individuo o sector social va a es­tar vinculada a las probables cri­sis sociales, económicas… distin­tas naturalezas que de una forma u otra son percibidas y asumidas de manera diferente. Hay quien no encuentra caminos resolutivos en esas contradicciones”, dice el so­ciólogo José Martínez, otrora pro­fesor de la Universidad de La Ha­bana, quien señala que, a partir de la década de los noventa, el tejido social cubano recibió un impacto muy fuerte, y sufrió fragmentacio­nes intensas que se pagan a nivel familiar e individual.

La psicóloga Elena Mena. Foto: Daniel Martínez Rodríguez

Por su parte, la psicóloga Elena Mena reconoce que hay diversos factores personales y psicológicos que contribuyen a que una perso­na adquiera este tipo de conductas. Estos son la depresión, el medio que lo rodea y la propia sociedad, que tiene el deber de no abando­narlos y contribuir a mejorar sus vidas.

Como ha quedado claro, el as­pecto económico atraviesa el asun­to. En una esquina del municipio capitalino de Diez de Octubre un muchacho con extrema destre­za reparte la bazofia que saca de los tanques de la basura en cubos plásticos. No quiere que lo graben y menos que lo fotografíen.

“Lo que saco acá lo vendo a gente que tiene animales. No le robo a nadie y no creo que esté prohibido, además la vida está muy cara. El Estado paga poco y no alcanza”, apunta entre dientes y se marcha rascándose su picuda nariz y aclarándonos algunos de los porqués.

Para José Martínez, la indigen­cia se ve claramente provocada por la crisis económica, cultural y de valores en la sociedad. La soledad, la falta de apoyo social y familiar, y la desconexión con la realidad son factores que contribuyen a la proliferación de este fenómeno. Ciertas personas rompen con su entorno y tienen dificultades para reintegrarse. Es una realidad que requiere atención y cuidado para evitar situaciones que pueden lle­gar hasta el suicidio.

“El indigente es alguien que tiene derechos y obligaciones. Este proceso implica acercarse con sen­sibilidad, inteligencia y concien­cia, pues estas personas pueden ser regresadas a la sociedad.

“Es importante resaltar el con­tacto humano. Nadie cambia de un día a otro. Ese escenario está vinculado a un proceso de dete­rioro social, personal, e incluso en algunos momentos de desgaste psicológico y psiquiátrico. Es algo paulatino que toda sociedad que se respete debe atender”, expresa el especialista al aclarar que no se trata de establecer medidas autori­tarias, sino de concretar el camino de reinserción social.

“Hay que ayudarlos”, manifiesta Elena Mena. “Buscar las causas que llevan a ese tipo de comportamiento y ver si existen posibilidades de me­jorar sus condiciones de vida”.

En ese sentido, Elena Chagues Leyva, jefa del Departamento de Educación y Propaganda de la CTC, explica que en correspon­dencia con las políticas del país, los sindicatos de la Administración Pública y la Salud tributan a los programas de Prevención Social y Desarrollo Humano, Equidad y Justicia Social mediante la forma­ción de valores y la preocupación por mantener buenas acciones.

“Se han realizado actividades por parte de algunos colectivos la­borales y trabajadores del sector no estatal, consistentes en dona­ciones de recursos y en llevar a es­tos lugares determinados servicios como peluquería, manicura, entre otros”, explica Chagues Leyva.

 

¿Una luz que ilumina?

Hoy existen en el país nueve Cen­tros para la Atención a las personas con Conducta Deambulante, que si bien no son sitios para estadías de larga duración, se encargan de alo­jarlos y proporcionarles una cama, ropa, alimentación, atención por un equipo multidisciplinario, así como de evaluarlos para comenzar el proceso de reubicación familiar.

“Tienen las condiciones, el Go­bierno se encarga de dar los insu­mos necesarios. La alimentación ahí se prioriza, en algunos casos supera a otros lugares. Están bien atendidos. Cuentan con asistencia médica y lo básico para permane­cer allí”, afirma Delgado Cáceres.

 

Fermín Anzardo Ramírez, director del Centro Provincial de Protección Social, ubicado en el Cotorro. Foto: Jorge Luis Coll Untoria

Por su parte, Fermín Anzar­do Ramírez, director del Centro Provincial de Protección Social, ubicado en el Cotorro, reconoce el aumento de la cantidad de per­sonas con este tipo de conductas y asegura que a pesar de las di­ficultades económicas se mantie­ne la alimentación adecuada a los 350 pacientes, así como una buena atención médica y una farmacia abastecida.

No obstante, hay quienes pre­fieren subsistir en las calles, pues no se sienten bien en dichos centros.

“No estamos exentos de que los mismos pacientes, por diferentes razones, una vez que lleguen a la institución en ocasiones evadan las normas de seguridad, se esca­pen y puede que se lleven algún medio perteneciente al centro. Eso va causando déficits de estos insu­mos; pero los trabajadores no, es un tema que está bien controlado”.

“A veces te das cuenta de que estas personas huyen de uno, se arropan en iglesias, escaleras de edificios, rincones oscuros… donde encuentran descanso o salvación ante probables castigos, por lo que se hace preciso que las políticas pú­blicas se enrumben no solamente a institucionalizar… Estas entida­des, trabajadores sociales, tienen que ir más allá de los protocolos y saber adecuarlos tanto a las comu­nidades como a los individuos que van a tratar. Tiene que ser un paso eminentemente humano, capaz de entender los problemas”, asevera el sociólogo José Martínez.

“Existe un plan de recogida por parte del gobierno provincial a través de un sistema establecido con los órganos de trabajo de los municipios”, dice Anzardo. “Hay una guagua en la que se hacen re­cogidas de estas personas en don­de se encuentren deambulando, se traen a nuestra institución tras ser clasificados y aquí su hospedaje cuenta con colchón, sábanas, aseo personal… Las salas tienen las condiciones mínimas de avitua­llamiento”. Es válido destacar que existe un Código de la Familia que refuerza los deberes de los familia­res hacia las personas vulnerables.

Sin embargo, Belkis Delgado Cáceres reconoce deficiencias en los procesos de detección y aten­ción. “Lo que estamos proponiendo es perfeccionar lo establecido. Algo que no funciona de forma óptima es que cuando le das funciones espe­cíficas a cada organismo ellos di­cen: ‘Yo llego hasta aquí’. La policía recoge a la persona en el caso de que tenga una conducta desajusta­da. Entonces, al que no es violento la policía no lo recoge, porque sus funciones llegan hasta un punto. La nueva política dice que todos so­mos responsables, incluidas la po­blación y las instituciones”.

 

El amargo rostro de la desaparición

Hace años que Yamil Flores no sabe nada sobre el paradero de su padre Roberto, quien en la década de los noventa fuera un reconocido bajista y arreglista en el ámbito de la música popular cubana.

La demencia senil fue apode­rándose de sus acciones, hasta que se convirtió en un deambulante que se movía por las calles del Ce­rro.

“Empecé a cuidarlo solo a los 10 años. Le daban una chequera, tenía su comedor y una vez le otor­garon un colchón y una cama con el bastidor roto, pero se lo arreglé. Prometieron ayudarlo con una es­pecie de asilo, pero nunca tuve la posibilidad de llevarlo a un lugar para que no estuviera deambulan­do en la calle.

“Estudiaba música, pasaba la facultad y trabajaba lejos. En ese tiempo él estaba solo, a no ser los fines de semana, que era cuando podía ocuparme más. Recuerdo que un día una autoridad encar­gada de atenderlo vino a mi casa y me dijo: ‘Ya conseguimos el asi­lo’, y le contesté: ‘Gracias, pero es por gusto, porque mi papá está desaparecido’. Eso me dolió en el alma”.

Antes de la desaparición defi­nitiva Yamil pudo encontrar a su padre en ocasiones previas gracias a la publicación de una foto en Ca­nal Habana; no obstante, hace ya mucho tiempo que, denuncia por medio, no tiene pistas sobre él.

“El trabajo que hace la policía depende mucho de lo que le digan los familiares, incluso cuando me llamaban era una tremenda felici­dad, porque podía ser una noticia. Me erizaba de pies a cabeza, pero siempre era para preguntarme qué sabía de mi papá.

“Hubo una vez que ya no aguanté y sin faltarle al respeto les dije todas las cosas correctamente. No obstante, me supieron enten­der, porque es el dolor de un hijo y eso no tiene reparación. Quisie­ra saber dónde está mi papá, aun­que estuviera fallecido, pero saber que lo encontré de alguna manera. Lo más duro que hay en la vida es esto, no saber dónde está tu fami­liar, si está vivo o muerto”.

 

En busca de la sanación

Dicen que los procesos de cura son de cierta forma una historia de re­dención. Tal vez un campo de ba­talla en el que la emocionalidad, el conocimiento y la paciencia de los especialistas sean como una luz que alumbre un futuro mejor.

Uno de los centros de atención social a deambulantes, el de Ciego de Ávila. Foto: José Luis Martínez Alejo
El centro de atención a deambulantes en la provincia de Villa Clara. Foto: Lourdes Rey Veitia

El asunto involucra un costo económico y humano importante, que demanda dosis de sensibili­dad, inteligencia, empatía y respe­to, y que requiere, además, un alto nivel profesional y humano para atenderlo. Es, evidentemente, un problema que solicita respuestas más concretas que las expresadas en papeles y detrás de un buró.

Quedan pendientes preguntas filosas como: ¿de qué manera man­tener estable a un enfermo mental ante la crisis de medicamentos?, ¿dónde está el ómnibus que debe recorrer las calles en busca de es­tas personas? Pocos lo han visto, hay quienes creen que incluso es un “fantasma”. ¿Cómo es posible que haya “deambulantes” por me­ses en lugares céntricos de las ciu­dades, no obstante el protocolo es­tablecido? ¿Cuál es la solución para apoyar a los que no entran en la categoría de indigentes?… ¿Alguien sabe?…

Este día a día continúa hirien­do. A ratos invisible, en ocasiones con expresión feroz. Sus cicatrices son marcadas. Ante este puñeta­zo a lo profundo de nuestra hu­manidad, algunos miran adelante con rostro apático, otros rinden su alma, pero siguen aferrados a sus intereses. Un puñado sueña con ayudar y a otros les da lo mismo.

Si hacemos oídos sordos y cam­biamos la vista, la cotidianeidad seguirá triturando a estas perso­nas, pues, aunque duela reconocer­lo, son una triste semilla que ger­minó y crece robusta.

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