Cuando un ómnibus con capacidad para recoger pasajeros pasa por una parada abarrotada de público y no para, más que insensibilidad, más que mero incumplimiento de lo establecido, más que indisciplina, lo que debiera es ser sancionado con todo el rigor que conlleva irrespetar a un pueblo inmerso en una histórica batalla por su subsistencia.
Sé de las muchas modalidades puestas en práctica para que ómnibus y autos estatales, a estos me refiero hoy, coadyuven solidariamente en la transportación ciudadana. Pero a decir verdad, salvo excepciones, la mayor parte de los choferes de esos equipos de transporte se hacen de la vista gorda para no recoger pasaje, burlándose olímpicamente del esfuerzo de la ciudadanía.
A pesar de las tremendas limitaciones de combustible, falta de piezas de repuesto y otros insumos, por las vías cubanas circulan a diario cantidades apreciables de esos equipos, que si bien no solucionan todas las necesidades, al menos servirían para atenuar la ansiedad y el malestar popular ante la falta y demora del transporte público.
De ahí que cada vez se haga más frecuente la crítica de la población por la falta de medidas efectivas para contrarrestar un mal que afecta a decenas de miles de personas que a diario tienen que trasladarse al centro laboral, de estudio o para realizar las lógicas gestiones que les impone la vida.
El fenómeno tiene no pocos matices, pero una verdad es común para cualquier justificación que pudieran tener los choferes de esos ómnibus y autos: no se puede permitir esa práctica ya común.
Para hallar soluciones ayudaría un mayor compromiso de administraciones y secciones sindicales de los centros que cuenten con el llamado transporte obrero o piqueras.
He sido testigo de hechos verdaderamente lamentables, referidos a momentos en que pasajeros que ya viajan en esos ómnibus apoyan de muy diversa manera al chofer que no recoge pasaje.
Hace pocos días, ¡qué momento más difícil!, camino a mi hogar luego de la jornada laboral, veo parqueado frente a una empresa cercana el lote de ómnibus que traslada a sus trabajadores y me sentí dichoso. Pregunté si podía montar en la que transitaría por Diez de Octubre. “No socio, me dijo el chofer, es solo para los que trabajan aquí”. Rauda partió la guagua hacia mi zona de residencia con unos 10 asientos vacíos. Con mi impotencia a cuestas no pude menos que seguir a pie desde la fábrica de tabaco torcido Miguel Fernández Roig (La Corona) hasta mi casa, por cierto, a solo dos cuadras de la Calzada de Diez de Octubre