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Donde pongo el ojo...

Siempre me consideraron un mujeriego y quie­nes así me calificaban tenían razón. Y no porque me haya casado ocho veces. Es que cuando veía un bello ejemplar del sexo opuesto sentía así como un calor que me abrasaba desde los dedos gordos de los pies hasta dejarme frito el cerebro y enseguida acudía a la mente mi frase favorita: “Donde pongo el ojo, pongo la bala”. En mi cen­tro de trabajo solía arrasar. Tras una breve ce­remonia de “ablandamiento” cada “presa” caía en mis brazos.

Era en mí una cualidad innata y lo confirmé cuando supe el origen de mi apellido: Casano­va, nada menos que el de un tipo duro del siglo XVIII, un italiano que se atribuyó 132 conquistas amorosas.

Yo no he llevado la cuenta de las mías, tal vez hayan sido más —lo digo sin falsa modestia— porque el individuo duró 73 años y yo sigo en la pelea. Sí, porque estoy viejo pero no muerto y cuando se acerca el día del amor me pongo peor, más cuando me he recontratado y el “universo” conquistable es amplio. Como se dice en la can­ción: me sube la bilirrubina, cuando la miro y no me mira y sigo insistiendo hasta que me inyecta su amor como insulina.

Nada, que mi famosa divisa de Donde pongo el ojo… siempre me ha funcionado aunque hace algún tiempo no la ejercito. Sin embargo en vís­peras de este 14 de febrero me pasó algo terrible…

Me deslumbró aquella nueva recepcionista, una mulatona que…¡pa’ qué! Y puse en acción mi colección de frases melosas. Le partí para arriba audaz, casi agresivo, como un miura que desafía a su matador, pero de repente se me en­redaron los pies, traté en vano de recuperar el equilibrio y ella… reaccionó enseguida, me ofre­ció los brazos pero no para acogerme en su seno sino para advertirme: “¡Cuidado mi viejito que se me puede caer!”.

Esta vez mi bala perdió el rumbo.

Alez

 

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