Por el color cobrizo de su piel y la tonalidad y tipo de pelo, cualquiera la hubiera considerado como una genuina mulata del oriente cubano, pero su modo de hablar venía a demostrar que Josefa nació en Pinar del Río, donde también falleció hace solo pocos días, justo la noche del pasado 6 de febrero.
Curtida desde pequeña en el trajín hermoso y difícil de la hoja de tabaco y desde 1976 en los quehaceres de la cocina de su centro laboral, era pronta al chiste picaresco y también a la rabia que saltaba de sus ojos pardos cuando recordaba que, siendo poco más que una niña, el dueño del taller donde deshebraba intentó abusar de su incipiente encanto femenino. “Se creían hasta dueños de las personas, pero no pudo”, aseguraba orgullosa.
Hace casi 20 años tuve la inmensa dicha de poderla entrevistar y aunque ya comenzaba a tener dolores en sus piernas, me sorprendió al decirme que cada día se levantaba a las cuatro y treinta de la madrugada, preparaba la comida de su casa y se iba al despalillo de cinco y treinta a siete y treinta de la mañana. A esa hora se trasladaba al comedor de su centro laboral, y sobre las tres y treinta de la tarde se reincorporaba al taller hasta las seis de la tarde.
Así era cada día en la vida de Josefa Acosta Ramos, “sin fallar, porque en mi expediente nunca ha habido un certificado médico ni una ausencia injustificada ni nada que se le parezca”, dijo.
Por todo ello siempre sus compañeros la escogieron como la más destacada, y fue galardonada con el Premio Habano del año 2017, en la categoría de Producción, por su aporte en el procesamiento de la hoja. Año tras año fue sumando lauros, diplomas y condecoraciones, tantos que desde hace mucho tiempo no cabían en las paredes de su modesta vivienda.
Pensaba trabajar hasta el último día en que respirara y se incomodaba si le preguntaban cuándo se iba a jubilar. “Parece que no sabe que mi felicidad está en hacer lo que hago: trabajar. ¡Vivo con mucha modestia, pero llena de felicidad!”, expresaba feliz.