No por repetido durante algo más de una centuria, el momento es menos emotivo.
Que lo digan aquellos a los que se les aprieta el pecho, exalta corazón, o se les escapa alguna lágrima justo cuando a las doce de la medianoche de cada 31 de diciembre el Himno Nacional sale más alto y sentido de las gargantas mientras una gran bandera cubana se eleva lenta e inspiradora en el frente del antiguo Ayuntamiento de la ciudad de Santiago de Cuba.
Que lo digan los cientos de santiagueros y santiagueras que elegantes y eufóricos se congregaron en el parque Céspedes para disfrutar de la Fiesta a la Bandera, idea del lugareño Ángel Moya, cristalizada por el primer alcalde de la ciudad, don Emilio Bacardí Moreau.
Los minutos iniciales del primer día de cada enero se viven en Santiago de Cuba al amparo de una ceremonia de anunciación, en tanto la creencia popular cifra las esperanzas de lo bueno por venir en el modo en que, en mayor o menor medida, ondule la bandera de la estrella solitaria.
Cada año amigos, familiares, e incluso los desconocidos, se abrazan y desean lo mejor en el orden personal y colectivo: salud, amor, prosperidad, paz…
Y así, en el corazón mismo de la ciudad, con el simbolismo que le da al lugar el balcón desde donde Fidel anunció al mundo la realidad de una Revolución triunfadora, la Fiesta a la Bandera se confirma como tradición patriótica que alienta las esperanzas, esas que 65 años después del primero de enero de 1959 siguen tejiéndose entre los sueños y las realidades de los que habitamos este archipiélago bendito.