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Hermes Ramírez y la predicción del santo (+Fotos)

Un ancho pasillo oscuro, del tamaño de un callejón techado, abre el camino hacia el interior del Pasaje Sarrá, a un costado de la clínica La Dependiente. En el centro del patio vuelve a dar la claridad y las paredes altas se elevan tanto que al mirar hacia arriba sus diversos colores se combinan con el azul del cielo.

Hermes Ramírez. Fotos: Jorge Luis Coll Untoria

Puertas, rejas, escaleras y balcones por todos lados. Una señora encorvada descansa sobre un pequeño banco de madera. Reguetón… ¡No! No es reguetón. Es reparto. Hay dibujos coloridos en las paredes laterales, como grafitis.

Aparentemente solos la señora y yo, y otro pasillo, del que cuelgan cabillas y que da salida a otra calle. No tengo opción: la miro y le pregunto por él. Enseguida me señala la fachada de su casa. Es la última a la derecha. Demoré un poco en encontrarlo, no soy tan rápido como él. La puerta abierta y ahí está, de pie, descargando su peso sobre un bastón. Es Hermes Ramírez, uno de los hombres más rápidos del mundo hace cuarenta años, alfabetizador y combatiente internacionalista.

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Su cuerpo se mueve lento, pero su mente todavía es capaz de ir a otra velocidad. Entro a la casa, brincando por encima de una tabla que atraviesa el umbral y que quizás esté ahí para impedir el paso de insectos y roedores. Todas las esquinas de la sala están ocupadas por elementos de santería. Hermes se sienta en el butacón y no para de hablar, como si quisiera sacar muchas cosas de adentro: un alegato de quien no puede desterrar del paladar el ácido sabor de la decepción, más dura con cada segundo que la vida le descuenta.

Nació en Guantánamo, pero su madre, recogedora de café, emigró a La Habana. Recuerda que con solo 12 años se marchó a la Sierra Maestra a alfabetizar. Se inscribió sin permiso de la mamá, y se lo dijo el día en que salía la guagua con destino a Manzanillo. De ahí a las lomas.

“Subí a la Sierra. Lloré lo que no te puedes imaginar. Llevaba unos zapatitos con los que pensaba que iba a conquistar el mundo y cayó un palo de agua… No sé cómo escalé, porque daba tres pasos pa arriba y bajaba cuatro, pero llegué. Parecíamos una bola de tierra, enfangados de pies a cabeza. La gente no me veía llorar, porque el agua me tapaba las lágrimas.

“Me ubicaron en la casa de un campesino en una lomita que se llamaba Puerto Malanga… La comíamos hasta por gusto. Tenía tres alumnos: una niña, un varón y el viejo; porque la mujer no quería, se negó siempre a alfabetizarse. Estaba embarazada de jimaguas que vi nacer”, rememora y cuenta los detalles del parto, la comadrona y los vómitos al ver tanta sangre. También recuerda cuando su madre se apareció en la loma a visitarlo y la comida que le hicieron entre los campesinos. Ocho meses de una aventura sin precedentes.

Fue uno de los pocos que logró vencer a Enrique Figuerola.

De repente un tipo interrumpe el relato y se para en la puerta con una jabita de tela, vendiendo detergente y otros productos. Hermes le agradece, pero dice que tiene y continúa su historia: el camino para llegar al atletismo. Todo comenzó en Tarará.

“Un día la profesora de educación física nos hizo la prueba en la calle y cuando corrí, marqué doce segundos exactos a los trece años y con tenis. Quedó asombrada y me pidió que repitiera. Lo volví a hacer y a partir de ahí empecé a practicar. Vinieron las competencias Interbecados en 1962 y cogí segundo lugar, con 11.8, en el Pedro Marrero”.

En medio de la conversación se acuerda del entrenador al que quiso como un padre: José Cheo Salazar, y de los primeros Juegos Escolares en los que reinó en la velocidad, coronándose en 100 y 200 metros y en el relevo 4×100. En la segunda edición repitió la dosis, mejoró el tiempo y recibió el llamado para integrarse al equipo nacional, con solo 16 años. Por aquella época llegó uno de sus primeros sinsabores.

“Asistí a la eliminatoria para los Juegos Olímpicos de Tokio 1964. Hice 10.04 y clasifiqué; pero los que sabían dijeron que era muy joven y no sé cuántas cosas. Llegó hasta el oído de Fidel. Me contaron que él dijo: ‘Es joven, le quedan unas cuantas olimpiadas’, y yo berreaísimo, porque me tocaba, tenía que ir a los Juegos Olímpicos, pero no mandaba. No me llevaron. Esa fue mi primera tristeza. Desde ahí ya empecé a tener problemas en el deporte”, dice con resignación.

A pesar de eso, consigue hablar con pasión de los buenos velocistas que había en el equipo nacional: Manuel Montalvo, Lázaro Betancourt, y por supuesto, Enrique Figuerola: “Una cantidad de corredores de cien metros, que una eliminatoria en cualquier evento que se hacía en Cuba había que correrla duro. Fui campeón en todas las categorías. En el año 1965 salí de viaje y acabé segundo lugar en Varsovia con 10.03”.

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Se levanta del asiento, con el bastón pegado a la mano y va en busca de su listado de tiempos. Regresa con uno portafolio negro, dibujado por una fina capa de polvo blanco. Lo logra abrir, despojado del bastón. Muchos papeles y diplomas que de poco sirven hoy le impiden encontrar el resumen que busca. Desiste por un segundo y entre más reconocimientos por fin aparecen las marcas, junto a algunas viejas fotos de los Juegos Panamericanos de México 75. Se detiene en la imagen famosa de la caída de Silvio Leonard por el foso, donde él aparece observando desde atrás: “¡Mira qué clase de físico ese!”, bromea.

De afuera se meten los ruidos en la sala. Gritos de ¡Aliciaaaaaa!, ¡Tamaaaaaleeeees!, y más reguetón le ponen banda sonora a las anécdotas del viaje en el buque Cerro Pelado, la lesión que le impidió competir, el bronce en los Panamericanos de Winnipeg 1967 y la llegada ese año del entrenador polaco Edmund Pochowosky, que los guiaría a casi tocar la gloria olímpica.

“Cambió el sistema de entrenamiento. Salimos a la gira con él. En ese momento es cuando integran a Pablo Montes, que era de 400 metros, al relevo del 4×100. Pablo ganó en Budapest con 10.1, segundo lugar El Fígaro y yo en tercero.

“Al inicio de la preparación rumbo a los Juegos Olímpicos de México 1968 estoy castigado, por una fechoría que hice”, manifiesta mientras su puño escenifica el toque continuo de una puerta. “Me cogieron en el Cerro Pelado y me suspendieron. Seguí entrenando con Cheo y cuando se acercaban las eliminatorias olímpicas la gente comenzó a preocuparse por la otra pata del relevo. Entonces tomaron la decisión de incorporarme.

“México fue mi primera experiencia olímpica, tenía veinte años. Me fui con una gran ilusión, porque había nacido mi hijo. Tuvimos la dicha de que cada vez que corríamos mejorábamos el tiempo, rompíamos el récord nacional. Se decidió que yo arrancara, Morales de segundo relevo, Pablo luego y El Fígaro cerraba. Hubo una consideración siempre de que Bárbaro Bandomo fuera el cerrador, en dependencia de como terminara El Fígaro las eliminatorias de 100 metros, pero finalmente se decidió que fuera Figuerola.

“Nos tocó correr siempre con los americanos. En la primera eliminatoria les ganamos y rompimos el récord del mundo. Vinieron los jamaicanos atrás y lograron una nueva marca. En la final nos ubicaron por la carrilera número uno: tenía a todo el mundo delante. Hay quien se queja por ir por la uno, para mí es lo mejor que hay, porque corres contra la gente, no contra ti. Esa es una ventaja y así pasó.

“Cuando me di cuenta en mi carrera que le llevo un paso al segundo lugar y le entrego a Juan… Íbamos delante, llevábamos cuatro metros de ventaja. Pablo hace el cambio con El Fígaro y todavía Estados Unidos no había cambiado. Por ahí andan las fotos donde se ve a Pablo entregándole a Figuerola y el americano por coger el batón. Lo que pasa es que el mounstruo ese que iba a correr, Jim Hines, es un tipo de 9.95. ¡No jodas! Y El Fígaro no estaba en sus mejores formas, ya iba terminando como quien dice”.

En una entrevista usted contaba que Fidel Castro sugirió que corriera Figuerola…

“¡Anjá! Previo a la final, con la clasificación lograda, se empezó a comentar la posibilidad de que Bandomo fuera el que cerrara. Un tipo con una potencia y una fuerza enorme, que si le entregábamos delante, lo más probable es que hubiéramos ganado o Hines se reventaba, porque, además, Bandomo mientras más tramo recorría se hacía más veloz, su constitución física daba esa posibilidad”.

¿Esa decisión los llegó a descolocar?

«No podíamos decaer, era la posibilidad de una medalla y El Fígaro sabía que tenía que correr a morirse. Nosotros cambiábamos a extremo, sobre el último metro de la zona de cambio y eso lo experimentamos: todo o nada. Si salía mal nos podían descalificar, pero fuimos a ganar. Pensamos siempre en el oro”.

Ese mismo año, en lo individual, consiguió lo que muy pocos lograron: vencer en una carrera al mismísimo Enrique Figuerola: “Hice 10.1. Corrí varias veces en su contra y para ganarle había que ir duro. Él era ganador. Ni yo supe cómo lo vencí”, confiesa.

Cuatro años después, Hermes Ramírez abría el ranking del mundo y parecía que ya podían llegar los grandes resultados individuales para una figura que aspiraba a arrasar con todo, sin embargo, nunca se le dio subir a lo más alto. Como si una maldición se lo impidiera.

“Para Múnich 72 se había contemplado que fuera el abanderado. Pero aquí hubo que correr antes de la olimpiada. No estaba de acuerdo: ‘¿Por qué vamos a correr? Si nosotros sabemos lo que tenemos’. Pero el polaco tomó la decisión. Además, no estaba en la posición en que normalmente corría. Me pusieron en la curva para entregarle a Pablo y ahí me lesioné. Sentí el tirón y tuve que pararme. Al final no pude correr ni los cien ni el relevo. Es decir, que me frustró la posibilidad de haber estado en la final. Al ganador lo había superado antes. Ese fue el momento más triste de mi carrera”.

Se tapa la boca y con la otra mano juguetea sobre el bastón, sin encontrar explicación lógica: “Siempre pasaba algo, no sé… Tengo medallas de bronce en 100 metros. Los Panamericanos se me negaron. Incluso en un Centroamericano en el año setenta, con uno de los mejores tiempos, Pablo me ganó con la misma marca en la tira. No estaba para mí”, encoge los hombros y sonríe, porque conoce que no hay remedio para las cosas del destino y porque solo él sabe lo que trabajó para colgarse una presea fuera del color que fuera.

“Ser miembro del equipo nacional era una gloria, me sentía bien, que había logrado lo que quería. Ser medallista es un orgullo. No considero que solamente el campeón sea el que vale, porque uno hace muchas cosas por llegar al podio en unos Juegos Olímpicos, Panamericanos, Centroamericanos… Hay que reconocer a todo el mundo y veo que algunos aquí solo lo hacen con el medallista de oro”.

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En 1976, tras cambios y determinaciones que lo incomodaron, decidió apartarse luego de la cita bajo los cinco aros en Montreal. “En el relevo podíamos haber cogido medalla; pero la decisión de poner a un hombre en la arrancada, me acabó de frustrar. Consideraba que yo debía abrir; y Pablo tenía que participar en el relevo. A él siempre había que tomarlo en cuenta por su potencial. Entonces tanto él como yo no corrimos más. Me dediqué a mi trabajo”.

Empezando el año 78, el mismo día de su cumpleaños, siete de enero, Hermes recibió la notificación de que estaba movilizado para ir a la guerra. Dos semanas después partió rumbo a Etiopía a cumplir misión. “Uno está convencido de lo que va a hacer. Pertenecía a un batallón de primera línea. Todos los momentos fueron duros. Habíamos tenido una pérdida grande de los tanquistas y nosotros íbamos a ser la seguridad de ellos. Nos incorporamos rápidamente.

“El momento más difícil fue cuando capturamos a unos somalíes… custodiar de madrugada, bajo tremendos aguaceros y ahí parados. Les dimos de comer, nunca los maltratamos. Por desgracia, cuando los trasladamos, debido a las lluvias, el Jeep cayó al río, la corriente los arrastró y se ahogaron. Allí iba un chofer cubano, la traductora y dos soldados que supervisaban el traslado. El miedo siempre está, porque tú no sabes lo que va a pasar. Me cuentan que en los primeros días, tras regresar, no podían dormir conmigo, pues daba brincos muy fuertes en la cama, por las pesadillas”, cuenta.

Los santos y demás elementos descansan en las esquinas, alrededor de los muebles, y en su muñeca izquierda se notan los pulsos de bolitas de colores. Afirma que no era religioso, pero los golpes de la vida lo guiaron a resguardarse en nuevas creencias. “Me refugio en la religión, no en el alcohol. Encuentro la paz y me dice la verdad”. Sus arrugas se agolpan, la voz se le quiebra y las lágrimas recorren las líneas de expresión de quien ha vivido más experiencias que las personas promedio.

“Me he sentido desencantado de muchas cosas. Creo que no debió haber sido así, porque muchos nos sentimos hoy  desatendidos y no es justo, por lo que hicimos y por lo que dimos”, trata de aguantar el llanto, pero no puede contenerlo. “Soy muy sentimental. Realmente mata el sentimiento. No entiendo algunas cosas que están pasando”. Pide perdón, las palabras se acumulan en los suspiros y salen unas con otras. Retira los espejuelos y seca sus ojos antes de continuar.

“El alma me duele. De verdad estoy decepcionado. Siempre he querido que la gente hable con la verdad. Si no me vas a dar algo, no me digas que me lo vas a dar. ¿Atención a atletas en Cuba para quién? ¿Para los que están o para los que ya no están? Las glorias del deporte hemos tratado de reunirnos muchas veces nosotros, porque en la Comisión de atención de atletas te llaman un día que te necesitan para ser un representativo.

“Nos reunimos por nuestra cuenta, compartimos. Mucha gente critica mi situación al verme con el bastón haciendo la fila para comprar pollo. No hay un mecanismo adecuado. Hace unos años nos daban el CUC para que viviéramos un poquito más holgados, cuando hicieron el cambio lo multiplicaron por 24, y eso en la actualidad no nos alcanza para casi nada”, manifiesta, con la rabia contenida de quien hace mucho tiempo esperaba ser escuchado.

“Cuatro mil ochocientos pesos… Tú viste el muchacho que se paró ahí: una botella de aceite, pollo… Miles de pesos. No vivimos bien, sino luchando. Ahora decidieron darnos una compensación monetaria a todos los internacionalistas: 1 500 pesos. Como yo no tengo carro y no puedo coger guagua, necesariamente tengo que moverme en un Uber… Anoche uno me cobró 900 pesos por traerme desde el Cerro hasta aquí. Si voy más lejos se pasa de los 1 000 pesos.

“Tengo prótesis en la cadera derecha y una fija en la izquierda, me dio un infarto, me atienden en el cardiovascular, muy bien por cierto. Soy cardiópata, diábético, hipertenso y tengo problemas para desplazarme. Supuestamente correspondía que me dieran un carro. Siempre hay una justificación. Entonces tengo que hacer una carta con la historia de mi vida para que alguien me atienda y me lo den. ¿Te imaginas eso? ¿De qué estamos hablando? Mi vida es la del ciudadano de a pie”, sentencia.

Frente a la puerta se parquea una bicicleta eléctrica, con sus respectivos temas musicales, que un joven demora en apagar. Hermes hace un gesto de desaprobación con su mirada y cuando finalmente se acaba el ruido, hablar del estado actual del atletismo destapa viejas heridas.

Para él es primordial encontrar dirigentes que conozcan el deporte y sean capaces de guiarlo hacia un sitio donde vuelva a ver un poco de luz. “Mucha gente del atletismo está desilusionada. Casi todos los que saben de este deporte están desligados o no viven en Cuba. Ese es un gran problema.

“No hay desarrollo, no hay dinero y el deporte necesita tecnología. Además, a los que hablan duro no los quieren. Los premios que algunos atletas han ganada se retrasan o no llegan. Desde que estaba de jefe de área protestaba eso con el caso de Dayron Robles”.

Aparte de esto, identifica otras situaciones que atentan contra la buena salud de la disciplina. “Entrenadores vitalicios del equipo nacional. Tienes que tener un contrato que diga que según tus resultados te mantienes o no. Así es en el mundo, el entrenador va a ganar como gane el atleta y el equipo nacional se crea cuando viene un evento.

“Por ejemplo, ¿por qué Aguas de La Habana o Ciego Montero no patrocinan un equipo? El Inder debería dedicarse a utilizar ingresos en el crecimiento y la masividad, para garantizar el relevo generacional. Eso es lo que le debería interesar, no los equipos nacionales. En eso considero que se han equivocado. Es cierto que hubo resultados porque el país le puso dinero, pero después, ¿qué?…”.

Mirando hoy toda su trayectoria desde la desde la distancia, ¿siente que de alguna manera se han trastocado sus sueños o aspiraciones?

“Si hubiera tenido otras posibilidades creo que seguiría trabajando en el equipo nacional. Cuando estaba de jefe de área pusieron a un comisionado nacional con el que discutimos el proceso para los Juegos Panamericanos de Guadalajara… Si estoy como jefe del área que más aporta al equipo y tengo mayor cantidad de entrenadores para ese evento, ¿cómo no voy a ir?. Sucedió entonces que entrenadores de atletas con posibilidades no fueron y alguna gente estaba perdida en el terreno. No tenían horarios, y otros vacilando. Son cosas te pones a sacar cuentas y dices: ‘Me voy de aquí’. Fue una locura».

A pesar de todo y con la experiencia de haber entrenado en México y Panamá, donde guio al conocido Alonso Edward, su respuesta es franca cuando se le pregunta por qué, como otros tantos, no está fuera del país. “A mí me gusta Cuba, soy peor que Habana D’ Primera. No siento la necesidad de irme”.

¿Se ha sentido juzgado por las decisiones que ha tomado?

“Alguna vez hice un comentario y me cayeron arriba. Me dijeron que lo que tenía me lo había ganado porque había sido comunista. Sigo pensando igual, soy integral, pero han existido equivocaciones y lo que está mal, está mal, independientemente de las ideas.

“La Revolución me acogió con 12 años y todo lo que tengo, a base de mi esfuerzo, me lo dio ella. Quien me paga hoy es el sistema y no puedo decir otra cosa, pero debían haberse dado cuenta de que nosotros somos gente extraordinaria porque llegar a ser un miembro de un equipo nacional de alto rendimiento implica mucho sacrificio, entrenamiento, dejar a la familia… No pensé nunca correr porque me hiciera falta el dinero, sino porque sentía placer a la hora de hacerlo. No me equivoqué yo, pero hay muchos que han olvidado toda esa historia.

“Estamos vivos y somos ejemplo para los que están. Al vernos así, un poco olvidados, muchos deciden irse. No se trata de un problema de patriotismo, tampoco deseo ser millonario. Solo quiero vivir, comer, disfrutar y tener una vida cómoda».

Sus ojos se vuelven a empapar, echando el resto con el alma al aire, en pedazos. Cada lágrima tiene un motivo y debe ser algo muy doloroso para que brote así, desde lo más profundo de un ser que a lo largo de su vida demostró una valentía total.

“Tenemos que ser creíbles. Y decir la verdad. A los viejos no se pueden tirar para un montón de basura. He vivido mi vida con mucho respeto hacia la de los demás. Estoy triste y decepcionado. No sé lo que va a pasar, hoy estamos aquí y mañana no. Hay quienes piensan que el puesto les va a durar para siempre… yo sí voy a ser subcampeón olímpico toda mi vida”.

Cuando me marcho voy por el camino repasando la conversación y entre tantas anécdotas y frases hay algo que no me puedo sacar de la cabeza. Esa predicción que le hizo su santo: “Elegguá me dijo que iba a morir en otro país”, y lo más probable es que sea así, a menos que pequeños detalles sean capaces de alterar el curso de la vida.

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