“El boxeo me quitó la juventud. Pasé de niño a viejo”, dispara Ariel Hernández, mientras estira los hombros y enjaula un bostezo de vacilación. Como si se quitara un peso de encima, descansa su espalda en un sofá, cuyos muelles, tal vez heridos por el óxido, chillan como si pidieran auxilio.
Llevaba más de un mes intentando conversar con él, pero la escasez de combustible y los demonios del día a día convirtieron la intención en algo semejante a estar a la deriva en altamar sin agua, brújula y horizonte a la vista, ¿se imagina?
“El boxeo lleva un sacrificio enorme”, prosigue, desterrando mi reflexión, en tanto tensa los rasgos de su cara e hinca los codos sobre sus rodillas. “Cuando eres niño lo tomas como un juego, si te metes de lleno sabes lo que cuesta. Hay que dejar familia, diversión, mujeres, todoooo…”, acentúa haciendo un esfuerzo por reprimir una sonrisa amarga.
¿Por qué ha sido tan difícil dar contigo? casi le susurro.
“Porque el pasado no importa”, apunta y entre dos rápidos pestañeos capto un destello de algo que se agita en la profundidad de sus negros ojos. “No se nos recuerda”, sentencia y respira hondo, desnudo de toda defensa, a la que por una vena abultada que le late visiblemente en el cuello circula el dolor.
Lo noto molesto. Su mirada, quizá buscando consuelo, vaga por las paredes de la sala de su apartamento. El afligido azul claro que las reviste intenta realzar fotos y viejos reconocimientos.
De momento se me antojan un montón de preguntas, pero mi lengua arroja lo primero que asoma a la mente.
Sé que algunos deportistas no asimilan bien el retiro, ¿tanto sacrificio los lleva a vicios y adicciones? ¿Qué crees?, le insisto.
“Recortarse tanto en la juventud lleva a que muchos se tiren a la bebida. Al retirarse se sienten indefensos. Es duro”, indica y se toca la nuca con la mano antes de continuar, “no tienen el recurso humano para salir. Te metes en ese mundo. Te encierras en tu casa, en tu mente estás solo”, abunda con un sonido muy particular en su voz, donde la crudeza y la angustia son pareja de baile ideal.
“Además, si no te dan lo que mereces es peor aún. Nadie viene a ti. Ni siquiera los que pensabas que lo harían. Es como si te utilizaran”, agrega, en tanto arrastra varias sílabas, y mira de un lado y a otro como si pensara en huir.
“Caí en el mundo de la bebida. Lo reconozco”, masculla con un húmedo hilo de voz y una sinceridad que emerge como un gancho a la mandíbula.
“Entré en un círculo de fiestas y música. No fui tan lejos porque recapacité. Gracias a la familia y buenas amistades salí de eso.
“Por ser doble campeón olímpico recibo 7 mil 200 pesos”, dice como si se colocara frente a un precipicio, y quizás para enterrar la confesión anterior. “Eso no alcanza. Cuando estaba en la cima me lo daban todo. ¿Ahora qué? ¡Los golpes de la vida duelen más que los del ring!”, sentencia y un fuego interior se le enciende, alimentado por las viejas maderas del desencanto.
Se levanta y da un paseíto por la sala. Casi oigo su aliento contenido. Percibo dos manchitas blancas que se han formado bajo su labio inferior, casi paralelas a las comisuras y me sorprende con una pincelada de vanidad.
“Soy el mejor 75 kilogramos que ha pasado por el boxeo cubano. Lo dicen los resultados.
“¡Le debo mi carrera al difunto Julio Mena!”, exclama y se tambalea como si acabaran de descargarle un mazazo en la cabeza. “¡Mi entrenador, padre, amigo y hermano!”, expone de frente a la pared y señalando una foto. Se arraiga en el sofá, y se da un corto masaje en las sienes. Hunde el rostro entre las manos y pasa casi un minuto que se antoja recóndito. Recuerdos y emociones se juntan y se le salen por los ojos en forma de lágrimas.
“Siempre que lo recuerdo el corazón se me parte. Si él viviera creo que no hubiera caído en ese hueco. Gracias a Mena pude cumplir misión en Venezuela. Algunos de los que iban eran por darle a la lengua. Él metió el cuerpo y fui. Logré tan buenos resultados que me dieron la Orden Sol de Taguanes”, confirma y su semblante recobra cierta calidez.
¿Se siente miedo en el ring?, le digo aguantándole la mirada.
“Todo boxeador tiene miedo. El que diga que no es mentira”, y tuerce los labios en una mueca que deja al descubierto sus dientes. “Sobre el ring se siente tensión y peligro.
“Tengo dos oros en Juegos Olímpicos”, enfatiza, como quien necesita respirar aire puro y ansioso por recordármelo. “A Barcelona en 1992 llegué muy joven y bien preparado. La pelea más dura fue la final contra Chris Byrd, de Estados Unidos, quien después fue campeón en el profesionalismo. Lo complicado fue el primer asalto. Después lo acaballé. En Atlanta 1996 la cosa fue fácil. Era más experimentado. Ninguno pudo conmigo”, acuña con expresión un poco extraña y un tono que no parece ir a la par con lo que narra…
Tras un profundo suspiro habla de sus dos títulos mundiales juveniles. Defiende que solo él lo ha logrado. El primero con 16 años. “Eso le toca recordarlo a la prensa”, indica y su dedo índice en forma de puntero acusador me señala.
“En la categoría de mayores cogí dos oros, en 1993 y 1995 y fui plata en 1997. Para mí esa competencia es más dura que los Juegos Olímpicos”, afirma y los dedos de sus manos se mueven como si escribiera en el aire. “Peleas más y con hombres que no conoces. Es lo que creo.
“Mira, quiero decir algo”, y se aclara la garganta, “nunca quise subir a los 81 kilos. Llegó un momento en que no podía hacer los 75. Lo intenté, pero el colectivo técnico no lo entendió. Decidí dejar el boxeo. Vinieron a mi casa para que regresara. No lo hice”, y se golpea la palma de la mano con el puño.
“Tiempo después sin entrenar y con sobrepeso combatí en el Playa Girón en los 91 kg. Solo perdí con Odlanier Solís. Al final me retiré”, acuña como si cada palabra fuera un paso sobre un campo minado.
“Tampoco perdí mucho. No olvido la del mundial de 1997 ante el húngaro Zsolt Erdei. El arbitraje fue malo. Te juro que le di con todo. ¿En Cuba?”. Hace una pausa, traga saliva, mientras se da unos golpecitos con las palmas de las manos en las rodillas. “Acá la gente a veces habla sin saber”, asegura con un gruñido. “Dicen que mi mayor rival era Jorge Gutiérrez. Es verdad que me ganó, pero yo también lo hice. Fue Juan Cumbá. Era fogoso. Lo de él era palante. Aclaro que siempre tuve buena relación con todos los peleadores”, expresa con elegancia y su mano derecha sobre el corazón.
Durante algunos minutos no cambia su postura en el sofá. Baja la voz y certifica haber respetado a sus preparadores.
“Hoy es distinto, he escuchado cada cosa”, asevera en tanto ladea la cabeza y mantiene la mandíbula apretada. “A mí jamás Alcides Sagarra tuvo que darme un galletazo en la esquina durante un combate. Tenía su método para estimular a cada púgil”, y manifiesta estar inconforme con su carrera deportiva.
“Pude ser tricampeón olímpico como Stevenson. Hasta él lo creía, incluso en 81 kilos. ¡Hubiera triunfado como profesional!”, acota frente a mi interrogante, cargada de entusiasmo. “Es una lástima que no me tocara este tiempo”.
Ariel Hernández se levanta otra vez. Lo imito y caminamos por la pequeña sala repasando otros recuerdos. La espontaneidad es su corazón narrativo.
Volvemos a sentarnos. Su mirada reposa sobre un altar afrocubano (trono). La fe empapa su espíritu. “Mis abuelos me lo dejaron. Es tradición familiar. Lo atiendo, pero no soy fanático”, recalca con aire solemne. “Había quienes decían que ganaba por eso, y lo señala con el mentón. Lo hacía porque entrenaba, sino era imposible”, resalta escudado en una sonrisa franca.
De repente calla. Une la punta de los dedos para formar un triángulo. No soy un experto en lenguaje corporal, mas su cuerpo luce tenso y prisionero de la angustia.
“Es duro por lo que estamos pasando los medallistas olímpicos”, apunta y sus palabras atraviesan el aire como una guadaña. “El dinero no alcanza. Todo es muy caro. Tenemos que reunirnos con alguien del Gobierno para solucionarlo. No es tema de política, sino de necesidad. Acá han venido de la Comisión de Atención a Atletas, pero no deciden”, aclara frente a mi interés…
“Soy custodio en una mipyme. Antes trabajé en la Finca Holveín Quesada y después aquí en La Lisa. Estoy disgustado con el Inder. Llevo años tratando de que me bajen de piso. Vienen y toman nota. Sigo en lo más alto del edificio. Le dan casas a gente con menos resultados. Siento mucha roña”, sostiene y los hombros se le hunden, supongo, junto con su malestar.
“Nunca quise irme del país, aclara. Oportunidades tuve, incluso cheques me ofrecieron. No podía fallarle a ese”, y otra vez con los ojos arrasados en lágrimas se deshace como un puñado de hojas secas estrujadas, mientras observa una foto de Julio Mena… “Tenemos que hacer más por el deporte. Algo pasa”, razona, como si estuviera resolviendo un complejo problema de matemáticas. “Se van los atletas. El porqué no lo sé”, acentúa con un recelo que parece habérsele propagado como un virus.