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En el bicentenario de la Doctrina Monroe

El 2 de diciembre de 1823 el presidente estadounidense James Monroe expuso ante el Congreso, en su informe anual, la conocida como Doctrina Monroe, cuyos principios han acompañado la política exterior de los Estrados Unidos a lo largo de estos dos siglos transcurridos. En este bicentenario, podemos plantearnos qué elementos determinaron aquella proclamación, así como ver qué relación guardó la misma con Cuba. Vale la pena volver sobre ese discurso porque, entre otros factores que lo rodean, no es cosa del pasado ya que hasta el presente se enarbola para justificar la política del imperialismo norteño hacia América Latina.

 

 

Cuba fue uno de los factores presentes en la decisión de hacer el pronunciamiento por Monroe en 1823. Desde antes de que los Estados Unidos emergiera como nación independiente ya se había hecho referencia al interés por apoderarse de la isla cercana. Después de constituidos en nación el presidente Thomas Jefferson, uno de sus padres fundadores, expresó en 1801 a James Monroe, quien se había desempeñado en labores diplomáticas en Francia en el gobierno de Washinton:

“Como quiera que nuestros presentes intereses pueden restringirnos dentro de nuestros propios límites, es imposible no prever los tiempos distantes, cuando nuestra rápida multiplicación se expandirá más allá de esos límites y cubrirá todo el norte si no el sur del continente.”

De ese enunciado general que miraba al futuro expansionista pasaría al caso cubano en 1805, cuando notificó al ministro inglés en Washington que “consideraba que la Florida Oriental y Occidental y sucesivamente la Isla de Cuba, cuya posición era necesaria para la defensa de la Luisiana y la Florida… sería una conquista fácil». Sobre ese interés, Jefferson insistió en numerosas ocasiones y sería un antecedente importante para la decisión futura.

En abril del año 1823, el secretario de Estado John Quincy Adams formuló la conocida como “política de la fruta madura” en sus instrucciones al representante estadounidense en Madrid. Aquí ya se definía la proyección hacia Cuba: la isla debía quedar en manos de España hasta que los Estados Unidos estuvieran en condiciones de apoderarse de ella, lo que no sería de inmediato. En la percepción de Adams:

Son tales, en verdad, entre los intereses de aquella isla y los de este país, los vínculos geográficos, comerciales y políticos formados por la naturaleza, fomentados y fortalecidos gradualmente con el transcurso del tiempo que, cuando se echa una mirada hacia el curso que tomarán probablemente los acontecimientos en los próximos cincuenta años, casi es imposible resistir la convicción de que la anexión de Cuba a nuestra República federal será indispensable para la continuación de la Unión y el mantenimiento de su integridad.
En opinión de Adams, cuando Cuba se separara de España, por ley de la gravitación, debía caer en manos de los Estados Unidos.

En ese contexto marcado también por el proceso independentista en América Latina continental, es que el 20 de agosto de 1823 el ministro de relaciones exteriores de Inglaterra, lord Canning, envió una propuesta de declaración conjunta a Estados Unidos. Esta propuesta se refería a las colonias españolas en América que alcanzaban su independencia, en la que se afirmaba que sus gobiernos (el de Inglaterra y el de los Estados Unidos) no tenían intención de apropiarse de ninguna de esas antiguas colonias y que no serían indiferentes a la cesión de alguna parte de tales territorios a otra potencia. A partir de esta propuesta, el presidente Monroe consultó con vistas a la posible respuesta. Jefferson, respondió a la consulta de manera clara:

Primero tenemos que preguntarnos nosotros mismos una cuestión. ¿Deseamos adquirir para nuestra confederación alguna o más de las provincias españolas? Yo cándidamente confieso que siempre he mirado a Cuba como la más interesante adición que pudiera ser jamás hecha a nuestro sistema de estados. El control que, junto con el punto de la Florida, esta isla nos daría sobre el Golfo de México y los países y el istmo que lo bordean, al igual que todas las aguas que fluyen hacia él, colmarían la medida de nuestro bienestar político.

El ex presidente James Madison preguntaba: “¿Incluye esto ulteriores proyectos de adquirir a Puerto Rico, etc., así como a Cuba?”

El secretario de Estado, John Quincy Adams, anotó en su diario:
“[Los habitantes de Cuba o de Tejas] pueden ejercer sus primordiales derechos y solicitar su unión con nosotros. Ciertamente no harán lo mismo con Gran Bretaña. Uniéndonos, pues, a ésta en su propuesta declaración, hacemos con ella un positivo y acaso inconveniente compromiso, sin obtener realmente nada en cambio. (…)

Debiéramos, por lo menos, mantenernos libres para actuar
según se presenten los acontecimientos, y no amarrarnos a ningún
principio que pudiese luego ser invocado contra nosotros.

Los resultados de las consultas dejaron muy clara la perspectiva de la dirigencia estadounidense de expansión futura, en la cual el interés por apoderarse de Cuba tenía un lugar importante, aunque se veía en un futuro a mediano plazo. Al final, la decisión fue que no hubiera declaración conjunta y el mensaje anual del presidente del 2 de diciembre sería la respuesta, de manera indirecta, a lord Canning. De hecho, muchos estudiosos adjudican a Adams la real autoría de la llamada “doctrina Monroe” que sería expuesta por el presidente.

Monroe expresó:

se ha juzgado la ocasión propicia para afirmar, como un principio que afecta los derechos e intereses de los Estados Unidos, que los continentes americanos, por la condición de libres e independientes que han adquirido y mantienen, no deben en lo adelante ser considerados como objetos de una colonización futura por ninguna potencia europea.

El enunciado del presidente en ese discurso es lo que se conoce como Doctrina Monroe y que, en su aplicación a lo largo de los años, se identifica como “América para los americanos… del Norte” pues su sentido era impedir cualquier intento europeo de extender su sistema a alguna parte de este hemisferio pues sería considerado «como peligroso para nuestra paz y seguridad», con lo cual quedaba el continente como coto cerrado para la expansión estadounidense en la medida en que el desarrollo posterior lo posibilitara.

Como se ha expuesto, la propuesta británica promovió un grupo de consideraciones acerca de los intereses futuros de los Estados Unidos, en lo cual el interés por adquirir a Cuba fue muy importante.

La doctrina Monroe ha ocupado un lugar permanente en el discurso estadounidense hasta la actualidad en lo referido a sus intereses continentales. De esta manera se argumenta el control de la región americana por parte de los Estados Unidos a lo largo de su desarrollo imperial. Estados Unidos se presenta como el gran protector continental en su discurso, para justificar sus acciones de control hemisférico. Es un discurso de 200 años que se ha ido adaptando a las realidades nuevas, a los escenarios cambiantes, pero que se esgrime de manera permanente. En época del presidente Kennedy (1961-1954) este afirmó que mantenía igual significado en cuanto a la oposición a la extensión del poder de una potencia extranjera en el hemisferio, con lo que justificaba la presión a la OEA para aislar “la amenaza comunista” en Cuba. En momentos más recientes, durante la presidencia de Donald Trump (2017-2021), se retomó ese discurso durante el recorrido de su secretario de Estado por América Latina, diciendo que esa doctrina tenía igual relevancia que cuando se había escrito, como manera de enfrentar lo que llamó “ideologías foráneas” al referirse a China y Rusia y sus relaciones con países nuestros.

El monroísmo, nacido hace 200 años, sigue presente en el discurso hegemónico de los Estados Unidos, adaptado a las nuevas realidades, pero conservando el espíritu que le dio origen.

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