Duele, pero sólo en fecha tan reciente como 1959 quedaron instituidos internacionalmente los Día Mundial de la Infancia y tomó 30 años más al mundo establecer un tratado para que los estados vinculados se comprometieran al respeto de los mismos.
Pero lo que duele es que todavía hoy cataloga como letra muerta en gran parte de la geografía del planeta. Los desarrollados siguen sin aportar financieramente para el avance integral de las naciones saqueadas por ellos mismos y millones de niños nacen marcados por el flagelo del hambre, desafortunada herencia que varias generaciones llevan siglos amasando.
Y el hambre los priva no sólo de derechos, sino de la vida misma; en otras muchas partes la diferencia de los genitales también grava la condición, pues las féminas vienen al mundo como una propiedad del padre, los hermanos, la familia, o algo peor se les considera una maldición.
Todavía hoy por “tradiciones”, incomprensibles y cuestionables en grado superlativo, se les mutila, como parte de rituales en los cuales la esencia femenina es castrada de forma brutal, hasta provocar en no pocas ocasiones la muerte a consecuencia de infecciones.
¿Cuántos niños y niñas son víctimas de abusos sexuales incluso en el seno de su familia? ¿Cuántos son vendidos como mercancía para satisfacción de pedófilos o explotadores que les usan como fuerza de trabajo barata? ¿Cuántos no llegan a la adultez y son contabilizados como “daños colaterales” en absurdos conflictos bélicos? ¿Cuántos pierden el derecho a desarrollar sus habilidades y adquirir conocimientos por falta de recursos económicos? ¿Cuántos son maltratados física y sicológicamente?¿Cuántos fallecen por enfermedades curables ante la carencia de salubridad y accesos a servicios de salud? ¿Cuántos nacen y mueren en la más absoluta pobreza?
Son tantos cuántos con cifras astronómicas como respuestas que la matemática pasa a ser una ciencia sin sentido, en una sociedad que presume de civilizada y ella misma asfixia a su futuro.
No basta con el reclamo o la celebración de jornadas, se precisan respuestas consecuentes con la realidad, que necesita ser transformada de manera irreversible y progresiva.
Si un niño no encerrará en sí mismo la infinitud de la ternura, sino representarán la continuidad genética y emocional de nosotros mismos, sino fueran ellos el mañana, aún merecerían todo el respeto y oportunidad para el desarrollo físico y espiritual, porque nada ni nadie tiene derecho a truncar una existencia de manera definitiva o parcial.
Duelen las imágenes desde las cuales nos miran ojos hundidos por la desnutrición, vacíos de esperanza, ajenos a la alegría, al futuro; caras que constituyen imperios de la tristeza y la desolación, un solo rostro con esa expresión debería bastarnos para sublevarnos, pero no…
De año en año, tomamos un día y hacemos campaña, o de vez en cuando esporádicamente por un hecho que trasciende en los medios de comunicación y las redes sociales se crea un movimiento de la opinión y conciencia pública, como los miles de niños asesinados en Palestina, pero cada segundo en que el mundo permanece de espaldas cuesta la vida de seres inocentes, cuyo único pecado fue nacer en el lugar y el momento equivocado.
Respetar los derechos del niño, no constituye un asunto de convenciones, tratados y acuerdos internacionales, es simplemente dejar aflorar lo que supuestamente nos hace mejores y superiores como especie: la inteligencia, la sensibilidad y entonces toda regulación parecerá innecesaria, porque ellos serían considerados la mayor riqueza sobre el planeta.
No deberíamos de tener que abogar por los derechos de los niños, porque en realidad, lo justo fuera organizar jornadas por el privilegio inconmensurable que nos ofrece la vida al poder disfrutar de verlos crecer; y si es siendo felices, entonces los lingüistas quedan en crisis, esas risas, acompañadas de brillo en las pupilas, son indescriptibles.