“Déjeme decirle, yo misma no me entiendo: antes de acabar el curso, estaba loca por salir de vacaciones, y cuando llegó el momento, a los quince días, ya estaba ansiosa de que volvieran las clases. ¡Es que no puedo estar sin mis niños!”. Regla Caridad Hernández Herrera habla con el mismo entusiasmo del primer en que se inició como maestra. Han pasado más de cinco décadas desde entonces y aún percibe el aula como su reino.
En estos meses en que la escuela primaria Osvaldo Sánchez Cabrera, ubicada en el reparto Martí, en el capitalino municipio del Cerro, ha sido un palacio vacío, con un silencio que corroe el alma, ella ha pasado más de una vez, y ha entrado a conversar con los compañeros que están de guardia. “Es que siento nostalgia, esta es mi casa”, declara.
“Este es mi terruño: aquí estudié, también lo hicieron mis hijos, las nietas y ahora empieza una biznieta en preescolar. Este ha sido y es mi centro de trabajo; son varias las generaciones de niños de este barrio a los que he educado. Me ven en la calle y me reconocen. Exclaman: ‘Profe Cachita, ¿no se acuerda de mí?’. A veces, paso trabajo en reconocerlos. Ellos dicen: ‘usted no ha cambiado’”.
Los ojos le brillan a la experimentada maestra. “Me jubilé en el 2020. Y me volví a incorporar. ¡Es que me gusta mi profesión! Nunca he querido dirigir; disfruto el aula, ver el fruto de mi trabajo y esforzarme para que los niños aprendan”, manifiesta.
Tuve claro que iba a ser maestra
Cuando el 8 de septiembre de 1955, Gisela Herrera trajo al mundo a la que sería su única hija, empezó a soñar que un día Regla Caridad ─ que así la llamó ─ se convirtiera en doctora. “Fue mi abuela, Anastasia Morales, quien le aseguró que yo sería maestra porque desde pequeña me ponía a darle clases a las muñecas; además, en el aula, mi profesora, me daba tareas como monitora y eso me inspiró.
“En esta propia escuela hice toda la enseñanza primaria. Recuerdo que, en el primer año del preuniversitario, un día llegó una compañera de la Federación de Mujeres Cubanas (FMC), haciendo captación de jóvenes que desearan convertirse en maestros. Enseguida levanté la mano. Con 16 años me paré por primera vez ante un grupo de estudiantes, en una escuela ubicada en el reparto Embil, hasta que me gradúe en la Escuela Formadora de Maestros Salvador Allende”, acota.
Uno de los momentos significativos en la vida de Regla fue la misión internacionalista en Nicaragua, en 1980. “Tenía un aula multigrado. Tuve que hacer un censo, para ubicar a los niños por grado. El matrimonio que me acogió en su casa, Don Julio y Doña Dora, puso una pizarra debajo de una mata de mangos, y ahí daba las clases, desde primero a sexto grados. Tuve éxito, todos mis alumnos aprendieron a leer y escribir.
“También, por las noches daba clases a ocho adultos que firmaban con una cruz pues no sabían escribir ni leer”, afirma.
La escuela de su vida
Al concluir su misión, en 1982, Cachita, como todos la conocen, vino para la escuela de su vida. “He transitado por todos los grados. Varios han sido los directores que por aquí han pasado y yo me he mantenido con mis alumnos”, añade.
Otro reto para ella fue concluir la Licenciatura. Siempre estuvo consciente de la necesidad de la superación. “Pero, primero nacieron mis hijos: Idalmis, y después Maikel. Cuando ya casi estaba a punto de terminar los estudios, me enferme con la meningitis bacteriana.
“En esa etapa, decidí no continuar, pero ahí estaba mi mamá, que me impulsó para que llegara a la meta final. Con el tiempo, ella comprendió que yo no podía ser médico, pues mi pasión era el magisterio. Por fin me gradué en el 2008”.
Ella no entiende de niño difícil. “Cada vez que empiezo con un grupo nuevo, en la primera reunión con los padres, me presento y les digo que en mí tienen una madre, una abuela, o una tía. Y les recalco que para mí todos los niños son iguales, no hay preferencias. Soy feliz verlos en el proceso de aprendizaje.
“El maestro tiene que ser un ejemplo en todo: en valores, en sentimientos; debe ser modelo en la comunidad, en la casa; no puedo ser aquí una maestra intachable, y tener un comportamiento incorrecto en la cola de la bodega. No le puedo exigir a un alumno que llegue temprano y yo venir tarde. Soy el espejo”, subraya.
No elude la complejidad de los tiempos actuales. “En el aula tratamos de crear hábitos y habilidades, y a veces en la casa, determinado niño convive en un entorno difícil, con expresiones indebidas. El maestro no se puede cansar de enseñar. Hay que perseverar en la educación en valores”.
Una sonrisa le cubre el rostro, cuando habla del inicio del próximo curso escolar. “Mis niños llegan con una alegría tremenda y me abrazan. Me adoran y yo también a ellos. Ese primer día es especial”.