Cuando se enfrentan tantos problemas como los que tenemos en la sociedad cubana actual, donde muchas veces nos cuesta tanto trabajo que se haga lo que se dice, y que se diga lo que no se hace bien, ser una gente atravesada puede ser un mérito, una necesidad y hasta una urgencia.
La interpretación que le podemos dar a este rasgo de algunas personalidades tiene, sin dudas, diversos niveles de análisis, en dependencia de quién juzga.
En no pocas ocasiones hay individuos que con mucha prontitud y ligereza acusan de intransigente a quien —en su criterio— siempre anda atravesándose, en lugar de a las instituciones o sujetos responsables del problema que esa persona inconforme denuncia o critica.
Por ejemplo, si alguien ejerce su derecho a votar en contra o abstenerse en una decisión colectiva donde no se cumplieron todos los procedimientos para su adopción, es más fácil cuestionar a la persona que queda en minoría o hasta sola, que analizar autocríticamente que se hizo mal en ese proceso democrático.
Serían incontables los sucesos cotidianos donde quien defiende su derecho, o el de las demás personas, recibe en pago la etiqueta de gente conflictiva.
El asunto es incluso más serio cuando ese estigma contra alguien inconforme lo esgrime no un solo sujeto, sino una parte o todo un colectivo.
A quien suele poner el dedo en la llaga en las reuniones o asambleas, a quien no admite chanchullos ni trapicheos, a quien dice la verdad sin edulcorarla o escamotearla, a veces también le endilgan el cartelito de tipo atravesado…
Sin embargo, tal vez todo anduviera mejor si la gente fuera más conflictiva y atravesada, si no admitiéramos que nos pisotearan nuestros derechos y se exigiera que cada cual haga lo que le toca, ya sea en un colectivo laboral o estudiantil, en cualquier órgano de dirección colectiva, en un barrio o hasta en el seno de nuestras propias familias.
Por supuesto que tampoco es posible ir constantemente como deshacedores de entuertos por el mundo. No en todas las ocasiones uno está en condiciones ni de ánimos para buscarse líos a cada paso. Salvo raras excepciones, no hay corazón que lo resista.
Pero en última instancia esa sería una postura más para estimular que para censurar. Ello tal vez haría que esa actitud fuera más frecuente entre nosotros, y quizás así muchos problemas desaparecerían o aliviarían, ante la exigencia pública y notoria en el momento y el lugar cuando se toman las decisiones.
Claro, esa intransigencia positiva es la que va acompañada del ejemplo personal. Porque la inconformidad que no se acompaña del trabajo propio o de una forma correcta de actuación, casi siempre deviene en amargura, frustración o hipercriticismo, que poco o nada aportan ni a la sociedad, ni al individuo.
Así que no temamos ni rechacemos a las personas inconformes que se crucen en nuestro camino. Lo mejor es escucharlas y analizar si tienen o no la razón, observar si son consecuentes o no con su crítica, y reconocerles cuando se detecta o soluciona un conflicto gracias a alguien que, a tiempo y con todo su derecho y razón, tuvo el valor de atravesarse.