—Comandante, imagino la tensión del momento podría definirse como dramáticamente abrumador y, sin embargo, lo concibo a usted exteriormente impasible, en lo interior indignado. ¿Cómo percibía la realidad circundante? ¿Qué hizo? ¿Cuál fue su actitud? ¿Cuál era su estado de ánimo?
Fidel Castro. — Siempre recuerdo los pensamientos que se apoderaron de mí durante las primeras horas. Sabía que los soldados de Batista estaban preocupados, inquietos con el hecho de que el teniente Sarría me hubiera llevado para el Vivac, un lugar, por cierto, muy céntrico de Santiago de Cuba, cuando ya la población sabía que yo estaba allí encarcelado, por eso se les hizo más difícil llevarme al cuartel Moncada.
Ellos tenían el cargo de conciencia por la masacre; por todas partes se hablaba de los crímenes que habían cometido, quizás para los principales jefes en aquel momento era más conveniente que yo estuviera vivo, podía servirles de argumento para rechazar las graves acusaciones de que eran objeto.
Entonces, el principal responsable por el asesinato de mis compañeros en el Moncada, Alberto del Río Chaviano, se presentó en la oficina del Vivac para interrogarme. En aquel interrogatorio un fotógrafo, no sé si con intencionalidad o por pura casualidad, captó una imagen que se convirtió en un símbolo, porque justamente detrás de mí se veía un cuadro de nuestro Apóstol José Martí.
Hay que imaginar lo que eso significaba para los patriotas cubanos que luchaban contra la tiranía. Aquella imagen terminó siendo casi una bandera tiempo después, porque nosotros en el juicio habíamos señalado al Maestro como el autor intelectual del asalto al Moncada.
Él nos había inspirado en el primer centenario de su natalicio para ir al combate con el fuego y la luz de las antorchas que habíamos portado en enero de 1953 desde la Universidad hasta la Fragua Martiana, el lugar donde se forjó a la edad de 16 años su temple de hombre firme y enérgico, que lo acompañó a lo largo de su corta vida.