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Bayamo en combate

“Mis compañeros, además, no están ni olvidados ni muertos; viven hoy más que nunca…”.
                                                      Fidel

 

Cuenta la familia Moya, quienes se establecieron en el barrio San Juan a inicios del siglo XX, que la madrugada del 26 de julio de 1953 fue de verdadero espanto para ellos y los vecinos del otrora cuartel Carlos Manuel de Céspedes, donde radicaba el escuadrón 13 de la Guardia Rural, de Bayamo.

 

Parque-Museo Ñico López, otrora cuartel Carlos Manuel de Céspedes. Foto: ACN

 

Aseguran que sobre las cinco de la mañana comenzaron a sentir disparos, personas corriendo hacia todas partes e incluso fuertes y juveniles voces de ¡Viva Fidel! Al amanecer todo era confuso.

Por su parte, la octogenaria Lourdes Blanco Quiñones, cuya morada está situada justo al frente de la fortaleza, aclara que se instaló allí cuatro años después de los sucesos, pero su suegra, que sí tuvo la vivencia, relataba a menudo la crueldad de esos días con quienes habían tenido el atrevimiento de rebelarse: el esposo era soldado del Ejército de Batista y tenía de primera mano la información.

Descontento popular

La segunda villa cubana, cuna de excelsos patriotas en el siglo anterior, estaba sumergida en la más severa desigualdad y pobreza. Los más desfavorecidos económicamente y los negros carecían de oportunidades para progresar y a fuerza de trabajo duro y baja remuneración se conformaban con lo elemental para la subsistencia; en tanto, los oficiales del Ejército de Batista cometían los más brutales y absurdos desmanes hacia esos grupos, solo bajo el amparo de una falsa supremacía.

Ante estas asfixiantes condiciones el pueblo de Bayamo se encontraba listo para secundar cualquier gesta que determinara un cambio social profundo. Así lo constató Fidel, quien contaba con ello, pues ya le había tomado aquí el pulso al descontento popular.

 

Los sucesos

Jóvenes del occidente y centro del país comenzaron a llegar por esos días a la ciudad del himno y se alojaron, con mucha discreción, en un pequeño hotel nombrado Gran Casino Hospedaje, hoy museo Los Asaltantes, ubicado a unos 250 metros del objetivo.

 

Las casas donde recibieron ayuda los asaltantes muestran una tarja que las identifica. Foto: ACN

 

Con anterioridad Renato Guitart y Abel Santamaría visitaron varias veces Bayamo para tomar fotos y planos del cuartel con el fin de organizar la operación. El primero, auxiliándose de un supuesto negocio de venta de pollos, fue el que alquiló el establecimiento para que pernoctaran sus compañeros.

Fidel fue al encuentro con los jóvenes revolucionarios en la noche del 25; repasó el plan, les recordó que la misión era evitar la llegada de refuerzos a Santiago de Cuba, a donde se dirigía, y sincronizaron los relojes: a las cinco y quince de la mañana serían asaltadas, simultáneamente, las fortalezas militares Guillermón Moncada y Carlos Manuel de Céspedes. La presencia del líder fue decisiva y de un elevado valor.

La estrategia era la siguiente: Elio Rossette, residente en la ciudad, acompañaría hasta el reducto a Raúl Martínez Arará, al mando de las acciones, vestido con uniforme del ejército, y lo presentaría como un oficial. Una vez allí darían paso a los demás y, desde adentro, reducirían a los militares.

Pero Rossette no se presentó, los planes cambiaron radicalmente y optaron por el factor sorpresa. Decidieron entrar por la caballeriza y por el fondo, pero la oscuridad y el desconocimiento de las condiciones del lugar atentaron contra los asaltantes, según narró el combatiente Antonio López García.

Cuando avanzaban con paso poco cauteloso sonaron unas latas, los caballos se agitaron y el cabo de guardia Indalecio Estrada gritó: “¡Alto, quién va!”, ante lo cual obtuvo como respuesta inmediata la expresión de ¡ríndete! seguida de una lluvia de balas que puso en alarma a todo el campamento donde solo permanecían 12 soldados, de ellos ocho aún dormían.

Sostuvieron un fuego nutrido que duró apenas de 15 a 20 minutos, y aunque los asaltantes lograron penetrar y avanzar, la falta de experiencia y la superioridad de las armas de los batistianos los hicieron retroceder.

Mientras esto ocurría Antonio Ñico López, segundo jefe de las operaciones, ultimó al segundo cabecilla de la Policía, el sargento primero Gerónimo Suárez cuando se acercaba al parque San Juan. Fue la única baja que tuvieron los enemigos, lo cual fue confirmado por el propio cabo Estrada.

Ante el evidente fracaso de la operación, Martínez Arará ordenó la retirada que se produjo de manera rápida pero desordenada.

 

Cacería de los combatientes, solidaridad del pueblo.

Del enfrentamiento los 27 revolucionarios salieron ilesos. Pero la rabia y el odio por tal afrenta provocó una verdadera cacería contra ellos.

Según los recuerdos del bayamés Rafael Corrales Urquiza, quien para esa fecha contaba con 13 años, estuvo muy temprano por la calle General García, colindante con el cuartel, vendiendo carbón como era su costumbre:

“Se decían muchas cosas: que los soldados se habían caído a tiros entre ellos, porque los muchachos estaban usando también el uniforme amarillo, y otros aseguraban que había sido una agresión; pero la cosa estaba mala porque andaban persiguiendo como perros a los agresores.

“Yo me fui enseguida para la casa de mi patrón donde no había nadie y me tocaba cuidarla. Era una finca en la carretera vía Holguín. Estaba en el patio atendiendo los animales cuando sentí que me silbaron, miré y encontré del otro lado de la cerca a tres hombres mal uniformados. Comprendí al instante que eran ellos.

“El más alto era el de mayor carácter y tenía aires de ser el jefe. Me pidieron agua y les traje también un poco de café. Querían que les buscara unas mudas de ropa para cambiarse, pero yo alegué que todos éramos muy pobres, sin ropas apenas.

“Les dije que los estaban buscando y debían huir antes de que llegaran, así que los conduje por medio de un marabuzal casi a dos kilómetros de allí. Les sugerí que pasaran la noche entre los matorrales y que se llegaran al otro día hasta una tienda que quedaba cerca. Luego me fui. Iba haciéndome un discurso para cuando la guardia rural me interrogara.

“Muchos años después supe que aquellos hombres eran Ñico López, Calixto García y Antonio Darío López”.

Según el historiador Rubén Castillo Ramos este grupo fue hasta la bodega, vendieron el reloj, se hicieron de ropas y con la ayuda del campesino William Rodríguez lograron ir hasta La Habana, sin más percances.

Raúl Martínez Arará y otros tres hombres pudieron escabullirse en un automóvil hasta la finca de Fernando Viñas, en El Almirante, donde recibieron auxilio y asesoramiento para salir de la ciudad.

Otros seis jóvenes amparados por las familias bayamesas en sus casas se mantuvieron con vida. Simpatizantes con la causa, como Vicente Quesada, buscaron a los sobrevivientes y les brindaron todo tipo de ayuda.

Sin embargo, 14 de esos muchachos no corrieron con igual suerte y cargaron con el desprecio y ensañamiento del dictador Batista, quien ordenó ajusticiar a 10 asaltantes por cada soldado suyo caído.

El primero fue José Testa Zaragoza, asesinado en el cuartel por el teniente Juan Roselló Pando. Testigos sostienen que luego del vil acto el esbirro estuvo al menos tres días con los pantalones ensangrentados para dar una lección al pueblo.

Mario Martínez Arará, quien cubrió la escapada de su hermano Raúl mientras corría la voz de la retirada, fue apresado a pocos metros del lugar de los hechos y asesinado también entre muros.

Los cadáveres de Hugo Camejo y Pedro Véliz aparecieron masacrados en las cercanías del poblado de Veguitas; el de otros cuatro, entre ellos Rafael Freyre, fueron tirados con mutilaciones en Ceja de Limones, en las afueras de Bayamo; a tres más lanzaron a un pozo ciego en Palma Soriano luego de crueles torturas; dos quedaron como desaparecidos y uno que logró escapar apareció días después entre las supuestas bajas de las acciones similares en la Ciudad Héroe.

Fueron 14 las vidas arrebatadas por el odio, nueve de ellas pertenecían a jóvenes de la célula clandestina Marianao, con edades que oscilaban entre los 20 y 25 años. Y aunque sus muertes se reportaron como bajas en combate y la dispersión de sus cuerpos fue una manera de sembrar aquí el terror sirvieron en cambio de clarinada para otros audaces como ellos.

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