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Normal, pero un poquito acelera’o

Hace solo unos días subió al P-1 un joven listo para un buen chapuzón de verano. Era poco más de las siete de la mañana. Iba con una sombri­lla de playa, mochila con quizás algo para comer y tomar, y una bocina portátil de pequeño tamaño físico, pero dispuesta a darle música, sin pedirla nadie, a toda la guagua.

 

 

Por supuesto, a esa hora del día y en un espacio público como ese (la escasez de transporte hace que esté más abarrotado) algu­nos hubieran deseado que la play list del dueño estuviera dedicada al bolero, a la trova o al pop más suave. Cualquiera menos el “disc jockey” improvisado. El peor de los reguetones nos acompañaría en el recorrido. Y digo peor no por la letra sexista, vulgar y hasta obsce­na, sino por el escándalo total que lanzaba.

Muchos nos mirábamos ex­trañados como buscando una sa­lida para tanta agresión a nues­tros oídos y a nuestro intelecto. Incapaz de ser enemigo de la di­versión y la alegría en medio del verano, pero sí consciente del respeto que en sitios como ese se debe tener, no faltó quien ape­nas al terminar el segundo tema le propusiera al muchacho bajar un poco la música, sin entrar en disquisiciones sobre los decibeles a soportar. Solo porque tenía un fuerte dolor de cabeza.

Parece que la sensibilidad feme­nina hizo su efecto y el joven dismi­nuyó el volumen, aunque con cara de resignación. Y de ahí mismo salió la reflexión periodística. ¿Por qué si no estoy en un lugar para bailar o escu­char cierta melodía, dígase discote­ca, teatro o salón de fiesta, se permi­te que alguien agreda con ese tipo de música y en un tono que ronda lo es­candaloso sin que funcione la multa correspondiente, a partir de normas elementales de convivencia?

El ejemplo de la guagua pudie­ra trasladarse a edificios multifa­miliares, parques donde se sientan muchos a tomar aire o jugar los niños; a espacios de playa en que además del caliente sol alguien planta sus bafles portátiles e im­pone sus gustos musicales sin te­ner patente para ello.

Recordé que para las descar­guitas que hacía en casa de mis abuelos había que pedir permiso a la Policía si pretendía pasarse de las doce de la noche y siempre de­bíamos bajar el volumen después de esa hora por respeto al vecino. ¿Perdimos eso? ¿Quién pone orden en tanto desparpajo y no simple­mente musical?

Aquel joven del P-1 me hizo re­cordar a Los Van Van con un clá­sico: Normal, natural, pero un po­quito acelera’o. Ojalá y él tuviera en su play list esa orquesta. Por su salud espiritual.

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