San Salvador.– Una mujer reza sola. Penitente ante un muro ruinoso. Ese es su vivir. Dicen que hace tiempo se rindió ante la brutal pegada de la vida. Nadie puede recordarlo o asegurarlo. Excepto ella, pero calla.
Se encerró en su mudez. En su calvario. En cada azote, dolor, injusticia o burla silenciosa. Comentan a través de murmullos inciertos, que trata con rezos de pagar su infidelidad. La pérdida de una flor que brotó muerta de su vientre, e incluso sanar del más despreciable agravio.
Son solo habladurías y chismes. Palabras que impulsadas por el desconocimiento se enraizaron en la cotidianidad popular.
No siempre se enfrasca la mujer en su suplica silenciosa. A veces, desaparece por semanas y su presencia se esfuma del que dirán de la gente. Así habla la modernidad. Veloz, descarnada e implacable.
Con un pañuelo se tapa la cabeza y buena parte del rostro. ¡Es bella y dulce, una pobre desgraciada! esbozan en voz baja un par de señoras cubriéndose la boca con la mano. ¡Es solo una loca!, abunda un hombre regordete con ademán desgarrador.
La miro de espaldas y a una distancia prudencial. Casi parece una estatua de mármol. Algo percibo de su respiración, cansada, casi agotada…
Al principio de su penitencia, casi fue un tímido acontecimiento. La gente la miraba asombrada, mientas elucubraban sobre su decisión.
Con el paso del tiempo la envolvió la rutina del día a día. Nadie se atrevió a rescatar a quien jamás dijo qué le sucedió. Para la mayoría ella no existe…
Me marcho confundido. No me atrevo a preguntar más. Prefiero respetar su penitencia. Esa dimensión a la que se marchan muchos, cuando la frágil morada del alma se quiebra como el más fino cristal.
Me niego a fotografiarla. Eso sería un pecado mortal para quien decidió basar su vida en ese espacio pequeño y estrecho donde la existencia es un particular vivir o sin vivir…
(En El Salvador más del 44 por ciento de la población se identifica como católico y poco más del 33 por ciento como protestante evangélico).
