San Salvador.- Dice una amable señora que me adentre en la Catedral Metropolitana del Divino Salvador del Mundo. Asegura que saldré renacido, así que con mi mejor sonrisa la acompaño con la aspiración de aprender de su historia única y mil veces repetida.
Ella siempre viene a confesarse. Mantiene a raya sus pecados.
Ya los de la carne quedaron atrás, pues a los 78 años, abunda ella tapándose la boca y casi con un susurro, solo se vive de las memorias.
Sonríe sin malicia. Duda por unos segundos al percatarse de mi acento, comprende que no soy de aquí. Destierro su duda regalándole mi respeto por San Óscar Arnulfo Romero. Deseo reverenciar su memoria.
Mi tímido conocimiento la impulsa a detallarme algunos fogonazos de sus sentimientos más contradictorios. Culpabilidad contra razón. Furia contra extrañeza. A base de gestos, voz baja y amabilidad nos adentramos en el vientre de la parroquia.
Un silencio reparador que protegen algunos feligreses con rezos silenciosos, no impide que ella vaya sacando de su memoria un puñado de detalles que demuestran el encanto arquitectónico y cultural de este singular templo.
Aquí no hay leyendas negras ni malditas. Tampoco incendios ni derrumbes quebraron su inspiración por mantenerse erguida.
Esa feliz obsesión por acoger a los suyos la ha hecho tradición y raíces.
Le confieso a la señora que no soy muy devoto. He visto algunas cosas que me han hecho dudar, pero respeto las religiones, incluso la calma que a muchos les provoca.
Ella entiende y habla de sus lazos con la parroquia. Incorpora a su relato fragmentos de las muchas vivencias de su familia aquí. En ellas habla de bautismos y bodas familiares.
De algunas etapas del viaje de la vida, cuando la guerra y la incertidumbre azotaron a El Salvador. Me habla con emoción y delicadeza en cada frase. Como si deseara que yo captara lo invisible y vital de su ser. Como si fuera el confesor que esperaba y al que nunca más verá.
Sin proponérmelo estoy metiéndome bajo su piel. No le he dicho quién soy ni a que he venido. Me ha fascinado su sinceridad. Su capacidad para erizar mi piel. Me gustaría contar esta historia. Que si alguien la lee respete sus interrogantes…
Si, tal vez usted se pregunte si salí renacido de la Catedral Metropolitana del Divino Salvador del Mundo. Prefiero dejarlo con la duda. Elijo solo confesarle que es difícil escapar de su mística. Menos aún de personas como esa señora que me hizo emprender uno de esos cortos viajes que esconden un misterio magnético.